
En algún inhóspito lugar, zona frecuente de plebeyos y llanos
ciudadanos, caminaba un famoso hidalgo junto a un menesteroso caballero.
Consecuencia de un mal de amor, el noble caballero fue motivo de burlas entre
sus iguales por tal fracaso. “¿Cómo es posible que conquiste ciudades y no
pueda conquistar el corazón de una doncella?”, le decían en tono burlón y
sarcástico. Aquel noble con su armadura y su amargura comenzaba a
desilusionarse. “¿Cómo hacer que me ame?”, se preguntaba con frecuencia.
Aquel par de individuos seguían su camino. El hombre
desilusionado le platicó su fracaso. Esperando las burlas de aquel anciano, se
topó con una serie de preguntas alentadoras en aquel momento de incredulidad
amorosa.
–Ilustre caballero, ¿Cómo es usted tan famoso en la guerra y
tan desventurado en el amor? –Comentaba serio aquel hidalgo–. ¿Qué fortuna le
ha jugado tan mal presagio? Debería de alegrarse, pues no tendrá condena
eterna, más bien un mal momentáneo con este trago amargo. Ya pasará la
desilusión.
–Tendrá usted razón. Sin embargo, este dolor me asecha cada
día más. Necesario es hacer que me extrañe, necesario es hacer que me necesite,
necesario es que me ame. ¿Cómo podré ejecutar semejante estrategia?
–¿Qué tiene de semejante un castillo y un corazón, señor
caballero? Porque si su estrecha inteligencia acierta tales analogías, es
probable que su táctica de hacerse amar, se efectúe.
Aquel personaje montado en su caballo se quedó reflexionando.
Pasando algún tiempo y al ver que no llegaba a ninguna conclusión, aquel
hidalgo continuó con su ayuda.
–De parecidos tendrán muchas cosas. Lo esencial es que están
hechos para que sean inexpugnables. Prácticamente difíciles de entrar.
–Sentenció aquel señor.
–No me acompañe en mi pena y lo haga más real –le respondía
aquel dolido ser.
–Le digo que es difícil de entrar, mas no imposible. Porque
una vez que se entra en aquel castillo o corazón, lo más difícil es ahora poder
salir de él.
Duros como el hierro son, pero dentro hay vida que florece y
se multiplica. Existe una entrada principal, que es el lugar más visible para
ingresar, pero no es el único y tampoco el más sencillo, debido a que es el más
vigilado.
Cada uno de estos dos elementos tiene su pulso, sus días; su
amanecer y su anochecer. Temporadas en las que la comida es abundante. Días de
verano, noches de invierno. Y como usted sabe, señor de armas, las ciudadelas
fortificadas no se atacan en invierno, ni se asaltan de noche, a menos de que
esté loco y quiera perder la batalla. Lo mismo con el corazón de una doncella.
–terminó de explicar.
–No puede comparar esas cualidades. Tendrá práctica dando
consejos, gracias a su vejez, sin embargo, no venga a decirme cómo conquistar
ciudades si nunca lo ha hecho. Es un verdadero engaño el que aparenta decirme,
señor hidalgo. Le creía más experto en estas cuestiones. Yo jamás he
conquistado un castillo sin entrar por la puerta principal.
–Pues yo lo creía con más experiencia militar, señor
caballero. Quizá sus amigos no solo se burlaban de sus fracasos amorosos, sino
también de sus pésimas estrategias de guerra –el caballero comenzó a sudar y
por sentirse más incómodo–. La mayoría hacen lo común: porque han visto que así
todos lo hacen o porque les han dicho que así hay que hacerlo. Los magnos
conquistadores, y le pudiera jurar que los grandes galanes seductores, lo han
sido por hacer las cosas distintas a los demás.
Supongamos que es imposible entrar para conquistar una
fortaleza por la puerta principal. ¿Por dónde entraría?
–No lo había pensado nunca, señor. Así me enseñaron a pelear.
–¿Lo ve? Cambie de perspectiva… ¿Qué tiene alrededor?
–Muros de piedra. Fuertes y sólidos.
–Imagínese que cada día quita una piedra del muro de la
fortaleza que va a asaltar sin que nadie se dé cuenta. Poco a poco va a ir
debilitándose y desapareciendo. Usted estará ingresando sin que nadie lo note.
Una vez entrando, como ya sabe, es imposible que lo saquen. Ha tomado el lugar.
Y lo mismo en el amor: conquista diaria, pequeña, sencilla, silenciosa… lo
mismo en el amor.
–Señor hidalgo, no lo tome personal, pero jamás había
escuchado tal calamidad.
–Debería de ser mejor estratega y dejar de conquistar como lo
hacen los demás. Vea los puntos débiles, analice sus necesidades, aprenda
cuándo llegar, cómo retirarse, qué virtudes tiene, cuáles son sus intereses…
–¿Está hablando de castillos o de corazones?
–No importa. Que le digo que son lo mismo. Son muy
semejantes. Ahora… Lo que le he dicho es lo esencial, falta lo principal. Y
eso, amado caballero, es el meollo del asunto.
Cuando atacan una fortificación, es porque no tienen nada en
común. Los ideales que se enfrentan son tan diferentes que chocan hasta
matarse. ¿Es posible que el defender un ideal hasta la muerte, valga más que la
propia vida?
–¿Usted dice que, para poder conquistar una ciudad, hay que
hacerse amigos primero y así, tener cosas en común?
–Lo que digo es que, si son semejantes los ideales, no hay
porqué pelear. Si las convicciones son las mismas, ¿cuál es la pelea? ¿dónde
estaría la guerra?
Lo mismo en el amor, si entre dos partes los ideales son los
mismos, no hay porqué atacar para entrar. Teniendo los mismos modelos, perfecta
seria su armonía que sirve de norma para cualquier tipo de convivencia. No
tendrá que pelear porque hay un común y eso lo convierte en su aliado.
–¿Entonces tengo que conocer cuáles son los ideales de mi
amada?
–Primero tendría que conocerse más a usted mismo, para saber
cuáles son los suyos y encontrar una mujer semejante.
Los muros podrán ser de piedra o mampostería, altos o bajos,
estar bordeados por un río o por encima de una montaña, eso no importa. Cada
castillo y corazón es tan diferente como las estrellas en el cielo. Recuerde
que es la convicción lo que tiene que tener semejante para hacer suya esa
fortaleza. Y hacer de un castillo o de un corazón, su amigo y compañero para
pelear batallas juntos.
–Es un pensamiento razonable el que ahora me cuenta para
finalizar su analogía. Comenzaré por hacerle caso.
–No le tenga miedo al corazón humano querido caballero.
Grandes han sido sus desvergüenzas y tragedias las que ha ocasionado, pero más
aún sus alegrías y vanaglorias. El amor es consecuencia de la lucha.
J.
Antonio L. Carrera
Febrero 13, 2018.
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