“¿Qué pasa
cuando se abraza el amor y la muerte? ¿Se muere el amor? ¿O se enamora la
muerte? Tal vez la
muerte moriría enamorada y el amor amaría hasta la muerte”.
El amor es más
fuerte que la muerte; la única fuerza, capaz de transformar los corazones,
capaz de convertir el corazón propio y ajeno, capaz de reconciliar lo bueno con
lo malo, lo bello con lo horripilante, el mal con el bien, la muerte con la
vida. Es el puente para unir lo mundano con lo divino, lo fugaz con lo eterno,
lo vil con lo digno. Al amor le debemos todo y es a lo que habremos de apostar
siempre.
I
En algún
recóndito bosque, insertado en aquel generoso espectáculo natural, un leñador
cada mañana se levantaba para hacer su trabajo. Consistía básicamente en talar
y talar. Recuperar los maderos regalados por los años, tirados al suelo,
añejos.
Inicialmente
cortaba troncos antiguos, los ya viejos. Posteriormente, recuperaba los troncos
podridos, mal crecidos; lo que la naturaleza iba dejando para renovarse.
Aprovechaba el desperdicio de tablones en el bosque. Toda esta madera, la usaba
el viejo para el horno de su hogar; humilde fogón, que no se podía apagar
nunca, pues tenía que permanecer caliente el sitio para abrigar a su esposa, la
ya acostada y enferma desde hacía bastante tiempo.
El leñador no
puede esperar: corta, tala, mutila. Día con día y sin descansar, troza arboles
viejos y podridos. La llama de su hogar no se puede apagar por ningún motivo.
Pero también no había día en llegar a sus pensamientos: “¿Soy digno de talar un
árbol que con esfuerzo y a través de los años, se ha mantenido de pie?”. Con
esa triste reflexión trabajaba.
II
Todos los días,
mientras el leñador hacía su actividad de talar durante las jornadas laborales,
una pequeña infanta se paseaba serenamente por el bosque. Miraba a lo lejos y
con curiosidad el compromiso del caballero por acabar con los troncos leñosos y
elevados.
La joven Ava
–la llamaremos así por cuestiones literarias– no podía dejar de observar el
trabajo del señor. La dejaba anonadada todo el esfuerzo para tirar aquellos
árboles y llevarlos hasta su cabaña de donde salía una columna de humo.
Tiempo después,
la chiquilla alma con ojos de ángel, se levantó decidida. Secretamente deambuló
por el bosque para recolectar semillas de los frutos de los árboles. Las secaba
y preparaba para irlas dejando nuevamente por todo el sitio plagado de
abundancia verde desordenada. “Mientras más semillas, más árboles y mientras
más árboles, más vida y más trabajo para el señor”, pensó. Y así, el triste
viejo no dejaría nunca de tener trabajo. La pequeña niña dejó un mar de
simientes para que fueran creciendo más y más árboles, y el bosque no se
acabara nunca.
De nuevo en el
bosque, la niña al observar las raíces cortadas de los árboles, se dio cuenta
que en el centro, crecía y se asomaba lentamente un pequeño pero fuerte mástil
verdoso. Comenzó también por regar esa nueva vida para que prosperara
fuertemente. Al estar rociando las chispas de agua, parecían lágrimas de los
troncos las cuales hacían renovar el sitio. Y así, sin oficio ni beneficio, la
niña le fue dando un equilibrio al bosque; una vocación para mantenerlo con
vida.
III
Una tranquila
tarde soleada, sin conocerse mutuamente y sin saber que se ayudaban el uno al
otro, el viejo y la pequeña chiquilla, terminaban un fatigoso día de trabajo
cuando de repente, se vieron obligados a salir corriendo del frondoso bosque.
Por todos lados
comenzaron a caer árboles. Se dieron cuenta de una plaga de castores. Cortaban
con sus dientes los troncos y se los llevaban a sus madrigueras. Trozaban, derribaban
y secuestraban los troncos sin distinción. Los animales roñosos, olvidaban los
troncos viejos y podridos para deleitarse en la joven madera; quizá por su
resistencia, quizá por su cabal manera de sostenerse en pie, no lo sabemos.
Carcomen y
dejan desplomar los maderos. Los van secando. Los tienden al sol. Envejecen siendo
todavía flamantes. Sus frutos no se producirán más. Mientras son talados cada
uno de aquellos árboles jóvenes, caen esos frutos como lluvia a un suelo duro,
para quedar tendidos y esperar ser recogidos.
“¿Qué caso
tiene talar un árbol en crecimiento, donde a través del tiempo dará mucha
madera, pero hay que esperar noches y días para verla, años para tenerla y
siglos para ser digno de usarla?”, pensaba el viejo leñador para sus adentros.
Un funcionamiento mecánicamente en armonía entre dos individuos: uno cortando
ordenadamente para mantener el horno encendido y la niña sembrando y cuidando
la madera de un viejo talador, los mamíferos cual roedores, iban arrasando en
poco tiempo lo que en años se necesitaba para no extinguir el bosque.
IV
La niña, en un
espectáculo de terror, al intentar escapar de los mamíferos, se topó con la
casa de la columna de humo. Entró. Olvidó su amargura al ver a la mujer
tendida. La pálida mujer se encontraba abrazada por el calor de aquella
chimenea. Una impresión de sufrimiento plagaba el ambiente. Se acercó la niña y
la miró.
–¿Qué haces
aquí sola, niña?
–Me perdí
mientras huía. Unos animales están acabando con el bosque. No supe a donde
escapar.
En ese momento,
se escucharon pasos. Entró el gran leñador y se sorprendió al ver una criatura
frente a su esposa.
–¿Estás bien?
¿te hicieron algo los castores? –preguntó con frialdad el leñador.
–Alcancé a
escapar. No supe a donde ir. –respondió con tristeza y avergonzada.
–¿Y esa bolsa?
¿por qué guardas semillas? –preguntaba mientras colocaba leños en la chimenea.
–Me aseguro de que
tenga siempre vida el bosque. Mi encargo es sembrar la cantidad de semillas por
los árboles que tu tiras. Pero ahora con los castores, no sé qué voy a hacer.
¿por qué no acabas con ellos? –le preguntó.
–¿Qué es un
leñador en el bosque? Mi único trabajo en mantener la chimenea encendida.
La pequeña niña no entendía. Pero el leñador, su mujer y la joven alma, se protegían en la humilde casa mientras unos castores, roñosos y ponzoñosos, acababan con el trabajo de ambos. Y así, pasó el tiempo.
V
Como el lector
sabrá y fue avisado a los inicios del cuento, el bosque gracias a la rapidez de
los castores y a la lentitud de recuperación por parte de la naturaleza, el
bosque se fue extinguiendo. Los castores eran felices con toda su madera. La
niña ya no encontraba semillas para equilibrar el bosque y al leñador le era
difícil encontrar madera.
La madera
escaseaba y el fogón iba perdiendo su calor. Una débil llama en la chimenea se
iba apagando. La mujer del leñador comenzaba a quejarse. El leñador cada jornada
buscaba más lejos. La débil flama se extinguía rápidamente. En ese momento del
día, la visita de la niña con ojos de ángel para ver a la mujer dormida, hizo
reavivar el calor humano. La chimenea mostró una ligera esperanza. El amor de
aquella niña se fue apoderando de la pequeña cabaña, la cual se hacía cargo
mientras el leñador salía a trabajar.
Noches posteriores,
la llama paulatinamente se fue extinguiendo hasta apagar su fuego. En ese
momento una ráfaga de viento surgió desde la chimenea hasta donde estaba
acostada la mujer enferma. La niña corrió y fue cuando la mujer expiró su
último aliento, el mismo soplo se mezcló con la ráfaga de viento. Aquel aliento
salió por la columna de la chimenea haciendo que se formara una gran nube gris.
La nube fue aumentando su tamaño y en ese momento cayó un rayo en la punta de
un árbol no muy lejano al hogar. El trueno se escuchó por todo el llano árido.
Al árbol le comenzaron a salir llamas y comenzó un gran incendio en el bosque.
Lo que quedaba de él.
VI
El bosque, ahora
una sabana en llamas, comenzó a recorrer toda la explanada. Pequeños animalitos
de sus madrigueras salían corriendo por doquier. Los castores y sus depósitos
de madera fueron consumidos en segundos. Aquella manada de unguiculados, fueron
arrasados por la naturaleza. El fuego no dejaba nada a su paso. No respetaba
ley.
Al amor del fuego se han dado forma hermosas leyendas, construido bellas historias, cocinado platillos espectaculares, se han reencontrado felices amantes. Pero también con ese mismo fuego se han destruido ciudades, se han consumido vidas, se han quemado futuros inciertos. Un mismo don puede ser usado para sacar lo mejor o lo peor de nosotros.
VII
El
fuego no dejó nada a su paso. La tierra caliente y entristecida sacaba humo por
doquier. El suelo con grietas cual llagas de su piel marchita, se quejaba. No quedaba
vida alguna.
De pronto el
horizonte vislumbró dos almas tomadas de la mano, con los rostros carbonizados
y sudorosos. Caminaban sin rumbo fijo.
–¿Qué
se hace cuando no hay nada? – la niña le preguntaba al leñador.
–Siempre habrá
un nuevo comienzo, mientras haya esperanza.
Pronto llegaron
a los pedazos de la cabaña. Hombre y niña buscaron algún indicio. La pequeña
saltaba por encima de todo: los techos caídos, las puertas quemadas. Miró al
ras de un muro destruido y le llamó la atención el lugar donde había empezado
el fuego, donde cayó el rayo. El esqueleto de un árbol hecho carbón tirado y en
la base un objeto con la que la niña se identificó. Comenzó a llorar.
–¡Mira! ¡Ven,
corre! Donde ha caído el rayo de tu mujer: una semilla.
El grande y
fuerte varón al ver a la niña sollozar, se dio cuenta que también él comenzaba
a llorar. Las gotas de lágrimas fueron recorriendo la base del árbol tirado
hasta llegar a la semilla. Al humedecerse, brotó una ramita verde. La cual
cuidaron para hacer renacer el bosque.
Y así, aunque
en ese momento no tuvieran nada, aquel par de solitarios comenzaron felices con
un nuevo deber, una nueva esperanza.
J. Antonio L. Carrera
Enero
21, 2019