agosto 02, 2020

La niña y el leñador

“¿Qué pasa cuando se abraza el amor y la muerte? ¿Se muere el amor? ¿O se enamora la muerte? Tal vez la muerte moriría enamorada y el amor amaría hasta la muerte”. 

El amor es más fuerte que la muerte; la única fuerza, capaz de transformar los corazones, capaz de convertir el corazón propio y ajeno, capaz de reconciliar lo bueno con lo malo, lo bello con lo horripilante, el mal con el bien, la muerte con la vida. Es el puente para unir lo mundano con lo divino, lo fugaz con lo eterno, lo vil con lo digno. Al amor le debemos todo y es a lo que habremos de apostar siempre.


I

En algún recóndito bosque, insertado en aquel generoso espectáculo natural, un leñador cada mañana se levantaba para hacer su trabajo. Consistía básicamente en talar y talar. Recuperar los maderos regalados por los años, tirados al suelo, añejos.

Inicialmente cortaba troncos antiguos, los ya viejos. Posteriormente, recuperaba los troncos podridos, mal crecidos; lo que la naturaleza iba dejando para renovarse. Aprovechaba el desperdicio de tablones en el bosque. Toda esta madera, la usaba el viejo para el horno de su hogar; humilde fogón, que no se podía apagar nunca, pues tenía que permanecer caliente el sitio para abrigar a su esposa, la ya acostada y enferma desde hacía bastante tiempo.

El leñador no puede esperar: corta, tala, mutila. Día con día y sin descansar, troza arboles viejos y podridos. La llama de su hogar no se puede apagar por ningún motivo. Pero también no había día en llegar a sus pensamientos: “¿Soy digno de talar un árbol que con esfuerzo y a través de los años, se ha mantenido de pie?”. Con esa triste reflexión trabajaba.

 

 

II

Todos los días, mientras el leñador hacía su actividad de talar durante las jornadas laborales, una pequeña infanta se paseaba serenamente por el bosque. Miraba a lo lejos y con curiosidad el compromiso del caballero por acabar con los troncos leñosos y elevados.

La joven Ava –la llamaremos así por cuestiones literarias– no podía dejar de observar el trabajo del señor. La dejaba anonadada todo el esfuerzo para tirar aquellos árboles y llevarlos hasta su cabaña de donde salía una columna de humo.

Tiempo después, la chiquilla alma con ojos de ángel, se levantó decidida. Secretamente deambuló por el bosque para recolectar semillas de los frutos de los árboles. Las secaba y preparaba para irlas dejando nuevamente por todo el sitio plagado de abundancia verde desordenada. “Mientras más semillas, más árboles y mientras más árboles, más vida y más trabajo para el señor”, pensó. Y así, el triste viejo no dejaría nunca de tener trabajo. La pequeña niña dejó un mar de simientes para que fueran creciendo más y más árboles, y el bosque no se acabara nunca.

De nuevo en el bosque, la niña al observar las raíces cortadas de los árboles, se dio cuenta que en el centro, crecía y se asomaba lentamente un pequeño pero fuerte mástil verdoso. Comenzó también por regar esa nueva vida para que prosperara fuertemente. Al estar rociando las chispas de agua, parecían lágrimas de los troncos las cuales hacían renovar el sitio. Y así, sin oficio ni beneficio, la niña le fue dando un equilibrio al bosque; una vocación para mantenerlo con vida.

 

  

III

Una tranquila tarde soleada, sin conocerse mutuamente y sin saber que se ayudaban el uno al otro, el viejo y la pequeña chiquilla, terminaban un fatigoso día de trabajo cuando de repente, se vieron obligados a salir corriendo del frondoso bosque.

Por todos lados comenzaron a caer árboles. Se dieron cuenta de una plaga de castores. Cortaban con sus dientes los troncos y se los llevaban a sus madrigueras. Trozaban, derribaban y secuestraban los troncos sin distinción. Los animales roñosos, olvidaban los troncos viejos y podridos para deleitarse en la joven madera; quizá por su resistencia, quizá por su cabal manera de sostenerse en pie, no lo sabemos.

Carcomen y dejan desplomar los maderos. Los van secando. Los tienden al sol. Envejecen siendo todavía flamantes. Sus frutos no se producirán más. Mientras son talados cada uno de aquellos árboles jóvenes, caen esos frutos como lluvia a un suelo duro, para quedar tendidos y esperar ser recogidos.

“¿Qué caso tiene talar un árbol en crecimiento, donde a través del tiempo dará mucha madera, pero hay que esperar noches y días para verla, años para tenerla y siglos para ser digno de usarla?”, pensaba el viejo leñador para sus adentros. Un funcionamiento mecánicamente en armonía entre dos individuos: uno cortando ordenadamente para mantener el horno encendido y la niña sembrando y cuidando la madera de un viejo talador, los mamíferos cual roedores, iban arrasando en poco tiempo lo que en años se necesitaba para no extinguir el bosque.

 

 

IV

La niña, en un espectáculo de terror, al intentar escapar de los mamíferos, se topó con la casa de la columna de humo. Entró. Olvidó su amargura al ver a la mujer tendida. La pálida mujer se encontraba abrazada por el calor de aquella chimenea. Una impresión de sufrimiento plagaba el ambiente. Se acercó la niña y la miró.

–¿Qué haces aquí sola, niña?

–Me perdí mientras huía. Unos animales están acabando con el bosque. No supe a donde escapar.

En ese momento, se escucharon pasos. Entró el gran leñador y se sorprendió al ver una criatura frente a su esposa.

–¿Estás bien? ¿te hicieron algo los castores? –preguntó con frialdad el leñador.

–Alcancé a escapar. No supe a donde ir. –respondió con tristeza y avergonzada.

–¿Y esa bolsa? ¿por qué guardas semillas? –preguntaba mientras colocaba leños en la chimenea.

–Me aseguro de que tenga siempre vida el bosque. Mi encargo es sembrar la cantidad de semillas por los árboles que tu tiras. Pero ahora con los castores, no sé qué voy a hacer. ¿por qué no acabas con ellos? –le preguntó.

–¿Qué es un leñador en el bosque? Mi único trabajo en mantener la chimenea encendida.

La pequeña niña no entendía. Pero el leñador, su mujer y la joven alma, se protegían en la humilde casa mientras unos castores, roñosos y ponzoñosos, acababan con el trabajo de ambos. Y así, pasó el tiempo. 

 

 

 V

Como el lector sabrá y fue avisado a los inicios del cuento, el bosque gracias a la rapidez de los castores y a la lentitud de recuperación por parte de la naturaleza, el bosque se fue extinguiendo. Los castores eran felices con toda su madera. La niña ya no encontraba semillas para equilibrar el bosque y al leñador le era difícil encontrar madera.

La madera escaseaba y el fogón iba perdiendo su calor. Una débil llama en la chimenea se iba apagando. La mujer del leñador comenzaba a quejarse. El leñador cada jornada buscaba más lejos. La débil flama se extinguía rápidamente. En ese momento del día, la visita de la niña con ojos de ángel para ver a la mujer dormida, hizo reavivar el calor humano. La chimenea mostró una ligera esperanza. El amor de aquella niña se fue apoderando de la pequeña cabaña, la cual se hacía cargo mientras el leñador salía a trabajar.

Noches posteriores, la llama paulatinamente se fue extinguiendo hasta apagar su fuego. En ese momento una ráfaga de viento surgió desde la chimenea hasta donde estaba acostada la mujer enferma. La niña corrió y fue cuando la mujer expiró su último aliento, el mismo soplo se mezcló con la ráfaga de viento. Aquel aliento salió por la columna de la chimenea haciendo que se formara una gran nube gris. La nube fue aumentando su tamaño y en ese momento cayó un rayo en la punta de un árbol no muy lejano al hogar. El trueno se escuchó por todo el llano árido. Al árbol le comenzaron a salir llamas y comenzó un gran incendio en el bosque. Lo que quedaba de él.

 

 

VI

El bosque, ahora una sabana en llamas, comenzó a recorrer toda la explanada. Pequeños animalitos de sus madrigueras salían corriendo por doquier. Los castores y sus depósitos de madera fueron consumidos en segundos. Aquella manada de unguiculados, fueron arrasados por la naturaleza. El fuego no dejaba nada a su paso. No respetaba ley.

Al amor del fuego se han dado forma hermosas leyendas, construido bellas historias, cocinado platillos espectaculares, se han reencontrado felices amantes. Pero también con ese mismo fuego se han destruido ciudades, se han consumido vidas, se han quemado futuros inciertos. Un mismo don puede ser usado para sacar lo mejor o lo peor de nosotros.

 

 


VII

El fuego no dejó nada a su paso. La tierra caliente y entristecida sacaba humo por doquier. El suelo con grietas cual llagas de su piel marchita, se quejaba. No quedaba vida alguna.

De pronto el horizonte vislumbró dos almas tomadas de la mano, con los rostros carbonizados y sudorosos. Caminaban sin rumbo fijo.

–¿Qué se hace cuando no hay nada? – la niña le preguntaba al leñador.

–Siempre habrá un nuevo comienzo, mientras haya esperanza.

Pronto llegaron a los pedazos de la cabaña. Hombre y niña buscaron algún indicio. La pequeña saltaba por encima de todo: los techos caídos, las puertas quemadas. Miró al ras de un muro destruido y le llamó la atención el lugar donde había empezado el fuego, donde cayó el rayo. El esqueleto de un árbol hecho carbón tirado y en la base un objeto con la que la niña se identificó. Comenzó a llorar.

–¡Mira! ¡Ven, corre! Donde ha caído el rayo de tu mujer: una semilla.

El grande y fuerte varón al ver a la niña sollozar, se dio cuenta que también él comenzaba a llorar. Las gotas de lágrimas fueron recorriendo la base del árbol tirado hasta llegar a la semilla. Al humedecerse, brotó una ramita verde. La cual cuidaron para hacer renacer el bosque.

Y así, aunque en ese momento no tuvieran nada, aquel par de solitarios comenzaron felices con un nuevo deber, una nueva esperanza.

 

 

J. Antonio L. Carrera

Enero 21, 2019


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