marzo 13, 2014

Los hombres también vuelan

Los villanos me lo han dicho claramente: “Sin poderes, ni te enfrentes”.  Nos orillaron a pensar aquellos malvados, que, si no contamos con muchos poderes o simplemente con alguno solo, estamos perdidos; no tenemos nada que hacer en contra de ellos. Que si no llegamos al lugar de los hechos volando con capa, espada y escudo, no vamos a poder vencerlos, estamos acabados. Dicen que no podemos acabar con el mal, si no tenemos esa fuerza sobrehumana que nos va a hacer acabar con el enemigo. Que si no contamos con un poder que nos distinga de otros, la ciudadanía no me va a aplaudir y tampoco voy a ganar importantes batallas.

          Si por el contrario, una persona llega volando en piyama, con una prenda interior por fuera de los pantalones o un guerrero baja de su nave vestido con capa y escudo, lo van a identificar como el más grande de los superhéroes sobre la faz de la tierra. Acabando fácilmente con el enemigo utilizando su rayo láser, su telaraña o artefactos de los más modernos y sofisticados nunca antes vistos, nunca existidos. Si no cuento con alguno de esos requisitos, no soy nada y no soy nadie: una persona común, corriente, como toda la gente. Sin la capacidad de vencer al mal. Logrando así, una desproporcionada diferencia entre el superhéroe y los humanos.

          Pues tengo un problema. Porque he conocido a un héroe buenísimo, sí. Y me encantaría contarlo. Espero no defraudarlos en exceso. A primera vista, se podría pensar que la vida de este increíble ser, no da para una historieta o para una película. Porque: no vuela, no es el capitán de un grupo de superhéroes, no es inmortal, no usa algún uniforme que lo identifique, no es de acero, no es el fundador de una nueva raza suprema, no ha derrotado a monstruos, zombis o animales feroces; ni siquiera cuenta con poder alguno. Y sin embargo, estoy convencido de que la vida de este hombre, merece ser conocida. Porque este ser, es nada más y nada menos: que una buena persona.

          Lo conocí el primer día de clase. Entró al aula donde recibiríamos la misma asignatura de humanidades juntos. Mirándolo sin ganas, se sentó a un lado de mí. Aquel compañero desconocido me cayó muy bien, porque participaba en la clase, era provocador, era irónico, era intuitivo, era respetuoso... Se atrevió a decirle al profesor, que a través del olvido de sí mismo, encontraríamos la verdadera felicidad.

          Al terminar la clase, hablé con este compañero durante un minuto, y me dijo: “Si te puedo ayudar en algo, pídemelo”. Yo pensé para mis adentros: “Que amable”. Nos volveremos a ver –le dije. Los dos nos fuimos caminando por el mismo pasillo pero en direcciones opuestas. Giré mi cabeza para observarlo por última vez.

          Al cabo de dos días –que volvía a llevar esa misma asignatura con él–, caminaba yo serenamente por la universidad para entrar a clase. Me topo con un letrero. Leo detenidamente las fúnebres palabras que entristecieron mi rostro en segundos, y un balde de agua helada se dejó caer sobre mi cuerpo al ver aquella foto que lo confirmaba todo: aquel compañero, se había muerto. Sufrió un accidente automovilístico la noche anterior y las autoridades ya habían reconocido el cuerpo. La universidad haría un homenaje en memoria de aquel alumno fallecido. Salió de un partido de soccer la noche anterior con sus amigos, y se murió; con 22 años.

          Y yo, sin darme cuenta, empecé a meterme en un problema. Porque pude haberme olvidado de aquel compañero para siempre. Pero me picó la curiosidad. Supe que al funeral de aquel compañero, asistieron muchísimas personas, entre ellas: jóvenes, adultos, ancianos, pobres, empresarios, profesores. Más de una vez, advirtió a sus amigos que iba a morir joven. Junto a él, murió un amigo suyo que mensualmente visitaban orfanatos y asilos para ancianos. Era el capitán del equipo de soccer de la universidad. Llenaba de caballerosidad a toda mujer que se topaba por los pasillos de la universidad y en los pasillos de la vida: la calle. Trataba a cada uno de sus compañeros y amigos con un toque especial. Cada sábado visitaba hospitales para ser el oído de personas afligidas. Era de esas personas que se estacionaba para reparar la llanta ponchada de una señora en aprietos. Regalaba golosinas a los niños en las esquinas. Se había metido tanto en las almas de cada uno, que al momento de morir, una parte de los que lo conocían murieron con él.
    

          Y yo dije: he aquí un titán. El héroe desconocido. Este tipo de personas son los que necesitan estos tiempos que corren. El verdadero héroe al que tú tienes que admirar, por los logros que ha tenido. Obstinados con hacer lo dignamente justo. Con una voluntad de acero y no con escudos o prendas que se dicen serlo. ¿Por qué los homenajes suceden hasta que las personas fallecen? –me pregunté.

          Investigar sobre un héroe desconocido es arriesgado, porque primero empiezas por uno, luego te das cuenta que existen muchos más como él. Después, quieres saber cómo comenzaron. Y al final, te terminas preguntando: ¿Qué pinto yo en todo esto? El problema es que luego quieres contarlo, porque lo que descubres es muy fuerte. Te has metido en un problema. A mí ya me lo decía un amigo: Yo no sé amigo mío, qué ganas tienes de meterte en líos.


Entrada destacada

Almas en el limbo

“ ANTRO . Del lat. antrum, y este del gr. ἄ ντρον ántron. 1. m. Caverna, cueva, gruta. 2. m. Local, establecimiento, vivienda, etc., de...