“ANTRO. Del lat. antrum, y este del gr. ἄντρον ántron.
1. m. Caverna, cueva, gruta.
2. m. Local, establecimiento,
vivienda, etc., de mal aspecto o mala reputación.”
(Diccionario de la Lengua
Española, por la Real Academia Española.)
I
En esta noche estrellada a principios de marzo, unos amigos,
damas y varones, me extraen de mis ocupaciones habituales y me llevan a un
sitio lúgubre y espeluznante. El protocolo es básicamente convivir allí, quizá
algunos bajo el influjo del alcohol, entre cuatro paredes y un techo que no
dejan ver más allá. ¿Cómo es posible que prefieran ser apuntados bajo
reflectores hasta quedarse ciegos, que observar brillar las estrellas?
Me preocupa con estos amigos la escasa convivencia que
pudiera entablar. A ellos, que viven acostumbrados a la marcha nocturna,
ocupados en maravillosos ritos musicales, les angustia la idea de que yo pase
algunas jornadas al aire libre, acompañado del sonido de las hojas de los
árboles y de los libros, sin más comunicación que el estar sumergido en una
lluvia mágica.
Me dejo arrebatar con la dicha incorporación de un grupo de
ninfas y centauros en aquel sitio fúnebre y tétrico. Me he deleitado filtrarme
un momento en otros universos, para observar las catástrofes sociales, con el
fin de volverme a reintegrar a mi mundo natural. Y así, mientras el hombre lobo
ejercita sus habilidades y la caza huye vertiginosamente como asustadas por un
urgente destino trágico, yo me hago de valor una vez más, y me entusiasmo en
esta sobria y templada velada invernal.
II
Me encuentro frente a la fachada de aquella catedral del mal.
Se puede percibir un ambiente de furor. Además de pagar una suma considerable
para ingresar, antes, se debe rogar más que a nuestro Padre Dios para que un
asalariado, menguado y estéril de educación y estudios, se dé cuenta de mi
pequeña existencia para dejarme ingresar. No hay lugar con tan mal presagio.
Una vez sumergiéndome en aquel lugar, brota claramente en
aquel paisaje melancólico, un Don Juan con su camisa que no se sabe bien si la
tiene medio abierta o medio cerrada. De manera paralela, súbitamente, una ninfa
agita su cabellera al viento, mientras ajusta su falda precisa. No lejos de
ahí, emerge un venderosas, último símbolo de la manifestación amorosa, donde
las flechas de aquel Cupido han sido usurpadas por promesas de en juego. El
edificio vibra bajo aquel desproporcionado ruido de la música. La multitud
salta y brinca, ríe y juega volatizando aquel bello paisaje.
No hay mejor evidencia: este es un lugar surrealista y
encantado, sitio de otra dimensión, donde se reúne todo un compendio de lo
imposible y lo mejor. Una mezcla suculenta entre el Jardín del Edén y el monte
Olimpo, donde emergen y conviven seres divinos. La aparición de un par de
amantes, es semejante al encuentro de Adán al ver a su Eva, eventualmente sin
todavía cometer pecado, pero por supuesto, cerca de realizarlo.
Todo esto, como neblina, va afectando de manera indiferente
entre sueño y realidad. Qué idea tan brillante, ¡ha sido fabuloso construir una
cuidad a un costado del antro! Es una existencia efectiva de mágicas fuerzas de
incongruencia.
III
Me encuentro sentado. De frente veo un par de ninfas y un
fauno. Parece amable. Pronto caigo en la cuenta y observo que no pertenezco a
este lugar ni a esta manada, sino mas bien a una especie evidentemente
distinta, menos simpática y agraciada, sin interés por el paisaje. Estos
individuos aquí presentes, son seres de otro mundo: hijos de la noche,
herederos de la cerrazón, sucesores de una nueva especie; hechos para ir
esquivando la luz y vivir en faenas obscuras.
El haz de luz neón busca las menudas ninfas frente a mí y las
deslumbra. La imagen es semejante a la del cazador que encandila a su presa: el
orden exquisito de luminosidad perfecta, triunfa y se derrama con tal seguridad
y generosidad, que promete su inagotable destello nocturno. El exceso de
luminosidad, que pareciera adornar aquel lugar, se vuelve una sombra mortal.
Nadie ve; todos se vuelven ciegos.
Bajo esos reflectores, todos se convierten en verdaderos
artistas y cantantes. Todos son famosos. Especialmente los que cuentan con
aquel brebaje costoso que les acaban de servir, tan auténticamente adornada con
lucesillas de bengala que, al beberla, es semejante al elixir de la vida eterna
y el apetito sacia hasta convertirse en mesura. Y muchos cabecillas, se mezclan
con la bandera del exceso, para encontrarse ante el mismísimo palacio de la
sabiduría y aportar sus conocimientos.
IV
La luz multicolor persigue la pequeña vista de la ninfa a mi
costado y la traspasa. Bajo esos rayos, todo se convierte en oro puro.
Gradualmente su mente y conciencia se involucra con los problemas del ambiente
y del entorno, los problemas sociales, mientras que pone en el olvido las
contrariedades propias.
–¡Qué bonitas luces! – dice una de las damas, llamada Amanda,
como si fuera un último amanecer el que estuviera admirando o un delicioso rayo
de sol con el que se topara.
–No comprendo cómo puedes vivir sin que te guste esto– me
dice la otra.
–Es que yo no vivo señorita– le contesto. Se me queda viendo.
–¿Pues qué haces, entonces?
–Procuro ayudar en la vida de los demás.
–Pero eso es un martirio, ¿no crees? – insinúa ingenuamente
aquella deidad, un poco más sensible.
–Que no le quepa duda señorita; el involucrarse para bien en
la vida de los demás es un verdadero martirio. Mártir viene a significar algo
así como testigo. Yo atestiguo que usted está aquí: que existe. Que es usted
ahora, prisionera de estos reflectores, viene a ser una leyenda cüasi perfecta;
que el portentoso diseño de su corto y ajustado vestido, su bello bolso de piel
de oso, es real, hasta el punto de saberme arrepentido por no haber traído una
red y quedarme con ganas de atraparlo antes de que se escape.
V
Testigo soy. Un manifestante de la portentosa creación del
universo, del mundo, y de los seres que lo habitan. ¡Misión que no es ruin ni
despreciable, querida ninfa amiga! ¿Qué pasaría si no existiera alguien que dé
fe y atestigüe todas las cosas? Ésta, seria inexistente.
Mire usted señorita, en este preciso momento las personas que
nos rodean, en aquellas mesas bebiendo, por otro lado, los meseros que entran y
salen. Se juntan y dispersan en estas cuatro paredes, bajo las luces y el
ruido, pero por encima de todos: se encuentran ocupados sin más que vivir cada
quien su vida.
Nadie observa ni la sombra que advierte el preciso momento en
el que usted ingresa a este sitio. No son ni capaces de mirar su gentil rostro
de usted; la incandescencia en torno a ellos no permite distinguir bien sus
facciones entristecidas; hijos de la noche, primogénitos de una sociedad
eclipsada. Señorita, como si fuera Drácula, acaba usted de poner rumbo y
hundirse. Está ingresando nada más y nada menos, que en este elemento sombrío:
bienvenida al inframundo.
Como si fuera poco, como restos de un apocalipsis, la niebla
se envuelve sobre nosotros. Sólo tres son los objetos que, como faro, arrojan
una salida: el blanco de las perlas de sus aretes, el blanco de su dentadura y
el blanco de sus ojos. Esta triple mezcla de calidez, elabora el mejor ritmo
aquí reunido, completamente superficial; es, sin duda alguna, lo más importante
y lo más valioso que en este rincón del mundo, ahora está sucediendo.
VI
Soy un fiel tributo de la sagrada tierra en la que he
brotado.
Es curioso este lugar. Mi pensamiento y comportamiento
siempre ha sido inapropiado ante tales seres; individuos como los aquí
presentes. Este sitio, no es un terreno que hace brotar frutos, o rojas y
bellas rosas, producto del orden y hermosa manifestación de la naturaleza. Sino
que, al contrario, gracias a esta conmemoración social, cortan esas flores para
obsequiarlas, dejando que se marchiten en un espacio cerrado sin poder
respirar. Esperan pacientes hasta ser compradas, no por el más enamorado, sino por
aquel que necesita más amor. Este tipo de fiel comprador, revela lo que le
gustaría que hicieran con él: que le regalen una flor.
A granel las venden y las malbaratan. Muchas veces son
arrojadas al suelo y pisadas, despreciadas; por lo menos yacen donde nacieron,
pero es un destino vergonzoso el que le dan a las obras de la naturaleza que al
final, son las que nos han dado la vida.
VII
En las diversiones sanas, querida ninfa amiga, es normal que
se sienta un vértigo al no saber a lo que se va. Hay una ingenuidad de niño por
no saber lo que podrá pasar. Una de las cosas más emocionantes, es la
incertidumbre de los viajes y una imaginación que lo propone todo. En
contraste, en este sitio nocturno se sabe a lo que se va. Y a pesar de eso,
usted sigue asistiendo y participando con frecuencia. Al límite. Consciente de
que probablemente, no regrese a su verdadero hogar.
Señorita, no comprende. Mi corazón late con fuerza al
recordar muchas amistades y jóvenes ilustres, para tristeza mía y de todos, que
han perdido la vida concurriendo a esta catedral del mal. Hay seres de los que
pocos hablan, que callaron para siempre y hoy respiran solos en su tumba fría.
Pero también están los individuos de los que nadie habla, que caminan muertos y
siguen viviendo todavía. Estos segundos son los que corren más peligro. Porque
se les ha olvidado ser partícipes de la vida, y van sin rumbo a merced del
cariño que les proporciona adentrarse a su mundo lleno de espejismos y falsa
camaradería.
La mayoría de los grandes poetas griegos, muy antiguos por
cierto, cuentan que los héroes pelean y mueren no más que para dar motivo a que
posteriormente el poeta los escriba, el trovador los cante y el pueblo los
recuerde. Aquí descansa su historia; la leyenda de estos caídos de la guerra nocturna.
VIII
Si yo también fuera un esclavo de mi propia vida, tampoco lo
habría notado. He cumplido mi alta meta de ser testigo, y esta realidad, tan
breve y simpática, queda para siempre liberada. ¡Todos conservamos un recuerdo
eterno de su recorrido en aquellas tinieblas!
–Yo diría que usted existe, señorita Amanda, gracias a que yo
doy prueba de que es real. Por otra parte, ese vino que se ha derramado en la
camisa de aquel fauno, se ve excelente.
–Veo que eres un personaje atento y sarcástico, con algunas
condiciones para la argumentación. Casi me arrepiento de haber sentido, hace un
par de minutos, cierta pena y lástima pensando en tu vida sin antro.
–Deje su sarcasmo y las bromas a un lado señorita. Le
confieso a usted que hasta hace poco no he sabido porqué huía en asistir a está
magnifica cueva nacional. Desde hoy, ahora sé que lo hago para acompañarla y
acostumbrarme a su desesperación.
–¿Cómo? ¿A mi desesperación?
–Efectivamente, amiga. Bueno…a la de todos los aquí
aglutinados; a toda esta reunión de masas solitarias.
IX
Han llegado a nosotros participantes de ambos sexos. Todos se
hablan sin respeto alguno, según el código y privilegio de la amistad
contemporánea. Hablan de los partidos de hoy por la tarde que finalizaron antes
de asistir a este ambiente lúdico. Se advierte que en esta vasta extensión, en
este extraordinario cosmos que es el antro, la operación de empujar a todos y
faltarle el respeto a las damas o meseros, adquiere una jerarquía suprema, que
permite encontrar el sentido a la penosa existencia.
Entonces un fauno, lascivo pero humano, se hallaba en entre
nosotros. Lleno de curiosidad y simpatía hacia mí, me hizo una magnifica
propuesta:
–Deberías de hacerte socio de este club, como nosotros, y
venir todos los fines.
–Gracias amigo, pero no. Yo no puedo ser socio de este club y
frecuentarlo semanalmente. Semejante equivocación acarrearía en mí, una condena
milenaria, por no decir eterna.
–Esta afirmación implica una grave sentencia en contra de
nosotros– responde el ejemplar fauno.
–En efecto. Si de algún modo usted no viniera, no fuera socio
de este club, incurriría en la misma falta que yo si asistiera. Los dos
estaríamos siendo indiferentes a nuestras convicciones, nuestros dogmas,
nuestras doctrinas fuertemente adheridas.
Aquel ser mitológico, no entendía.
X
Al inicio de la humanidad, cuenta una leyenda que existía una
deidad llamada Dríade, una ninfa de los bosques, cuya vida duraba tanto como la
del árbol a la que se sabía unida. Hoy no estamos muy lejos de aquella creación
del mundo. Estos nuevos seres mitológicos, hoy están unidos a este edificio.
Sus raíces bajan hasta los cimientos de esta poderosa nave. Nace, crece, se
reproduce y muere dentro de esta gran caverna a la que se sabe unida.
El suelo comienza a temblar. Las colillas de cigarro, tapas,
hielos en el suelo comienzan a vibrar; imitando los pequeños saltos de la masa
humana. Pensando ingenuamente que pudiera ser una gran estampida, frente a mí,
se avecina una humilde manada de ninfas descalzas. Saltando y bailando caminan
de un lado a otro. Noto sus extremidades inferiores sucias y descubiertas. Cada
una de las fabulosas deidades de las aguas, bosques y selvas, pasan frente a
mí. Me atrevo a entablar una conversación con una de ellas, la ninfa de los
bosques.
–Parece usted un verdadero ser mitológico señorita, salido de
otro mundo.
–Noto en ti un tono sarcástico– Me dice también con burla.
–Sólo le falta la flauta transversal y algunos cascabeles en
aquellos tobillos desnudos para que termine de llamar la atención. Porque lo
demás, hecho está.
–Si no sabes por qué estamos descalzas, amigo, mejor ni te
entrometas.
– ¿Y a qué se debe la unión íntima de sus cayos con la llana
superficie artificial? –La bella dama se me quedó viendo sin entender.
– ¿Qué culpa tiene el suelo? – Me permití repetir en su
idioma.
–Lo que pasa es que mis tacones ya no los aguanto. Ni yo, ni
ninguna de mis amigas. Por eso bailamos descalzas.
–Y, ¿por qué no se viene en unas calzas más cómodas, en una
ropa menos ajustada y con un peinado más agradable? – Le pregunté.
– ¡Cómo crees! Eso es una verdadera falta. Me gusta que me
vean llegar nueva y entera. Los hombres solo recuerdan el principio, ya después
no se acuerdan de nada. Y esto encaja perfectamente en mi reputación.
–No solo recuerdan el principio, también al parecer, solo se
fijan en las apariencias. No debería de pensar tanto en lo que piensen de
usted, señorita amiga.
Mientras yo seguía en plena conversación, aquella mujer se
olvidó del diálogo entablado, recordó que tenía unos panderos en su bolso, los
sacó y súbitamente siguió con su carnaval. La manada siguió su cauce, su
camino. Yo el mío. El suelo descansó.
XI
No muy lejos de la mitología, también están los cuentos de
hadas. Estos pequeños seres, que en ocasiones toman forma de mujer y que tienen
el mágico don de adivinar el futuro, han transmitido de generación en
generación un cuento que habla sobre una princesa que asistió al baile del
príncipe y que al tocar las campanadas de la media noche, se convertía en una
paupérrima dama. Los seres encantados, pronosticaron que seguiría pasando hasta
que la raza humana se encontrara extinta. Pronosticaron que esta será una
maldición que afecte a más de una mujer.
Al no poder conversar de manera natural con ningún
copartícipe nocturno, por el ruido de la música y el humo del ambiente, mi
cuerpo se encuentra desgastado por esta noche tan urgente. Aquel conjunto de
sistemas orgánicos, que me constituyen como ser vivo, me claman a gritos que
regresemos a descansar.
La luna llena se puede percibir en las ventanas como un faro.
Siendo la media noche, justamente, ni un minuto más, ni un minuto menos, el
hombre lobo se desgarra sus vestiduras para lanzar su aullido, anunciando que
comienza su velada. En otra zona de aquel lugar tenebroso, unas damas que como
princesas llegaron, se encuentran convertidas en unas menesterosas y
desalineadas almas. Como si de encanto se tratara, pasando la media noche, se
convierten en otros especímenes. En lugar de ejercer su poder sobre los hombres
con una atracción irresistible, en este momento culmen, aquella transformación
puede acarrearle un fin desgraciado a todo varón.
Mirando aquel espectáculo, se me olvida el aburrimiento. Me
digo que el frecuentar este lugar, es un verdadero lujo. De mi lista de sueños
a cumplir, borro inmediatamente la visita a un zoológico y me sumerjo en esta
función pública.
Es precioso el género humano, capaz de ofrecer a la mirada la
oportunidad de contemplar intelectualmente, de poner los sentidos, los afectos,
la atención y mover los ánimos infundiendo deleite, estupor y en unas ocasiones
dolor, a estos episodios tan nobles.
XII
A diferencia de un cuento de hadas, esta historia no tiene un
final feliz. Al contrario, nos pone en una situación vulnerable: quedarse o
huir.
Fue en vano. Mis amigos con los que había llegado,
desaparecieron. ¿Mi comportamiento había disuelto este grupo tan fraterno?
Llegué a la conclusión que no. La razón del abandono era otra. El antro es
infalible, como engranes celestiales, ya a cierta hora, los grupos y parejas se
formar con virtuosa puntualidad. Ni la amistad más perfecta, ni el clímax
bastan para detener a estos dos mundos encontrarse.
El lobby por el que entré en un principio, había quedado
vacío. Únicamente Amanda, con su rostro aburrido, se encontraba a mi costado.
– ¡Estimada Ninfa amiga! Lo que hace usted ahora es lo más
excelso de todo. Se queda conmigo, prefiere mi compañía, en vez de ir a
perderse por allá. Es decir, evita que su alma se adentre más a este lugar
tenebroso y la pierda, y en cambio, opta usted por seguir con esta conversación
a mi lado.
–Sí, ¿sabes qué? Por la tarde, al bajar un escalón después de
terminar de ver el partido de soccer mis amigos y yo, me doblé e hice daño en
mi tobillo izquierdo y no puedo andar por el antro.
– ¡Ah, venga! ¿No me diga usted?
J.
Antonio L. Carrera
Febrero 12, 2018.