Al ver sentado
el crepúsculo, mientras unas brazas todavía calientes de la fogata de ayer
calientan mi café humeante, intento escribir los colores rojizos y
amarillezcos, de diferentes tonalidades que suscitan mis sentidos al ver aquel
amanecer.
Todo lo
inamovible, la montaña, los lagos, el encino… es natural y en cualquier lugar
tiene la misma fuerza; la fogata quema igual en el desierto que en el polo
norte. También el bosque es un equilibrio de todas las cosas, y por eso es
eterno: uno sigue el rastro del sol, el caminar de las sombras, el sonido de
las hojas secas rascar el suelo, la frescura del viento, el fulgor del agua...
En este lugar los muertos se acomodan para servir de frutos a la tierra: y que
esta, renazca.
Dicen que un
viaje a la montaña, al bosque, es un recorrido hacia nosotros mismos. Que asistir
a una cueva es una excavación a lo más profundo de nuestro ser. De ser así, ¿las
grutas son entradas al abismo de nuestro corazón? e ahí la mayor de las
inquietudes: excavar el yo mientras
se sondea el cielo. El yo es un
abismo que da vértigo y muchas veces penetrar demasiado espanta a cualquier
viajero.
Por lo demás, ya adentrándonos en cuestiones menos filosóficas y más naturales, todas las demás cuestiones requieren ser abordadas con precaución. Abandonar la superficie sea para subir, sea para descender: siempre es una aventura y habrá que pedir permiso a la Madre Tierra para explorar sus entrañas. El descenso, sobre todo, un acto obligatorio. Uno piensa en las caídas, pero la asfixia o el vértigo es más temible.
Las excursiones
no están exentas de peligro. Las caminatas a la montaña tienen a sus muertos,
sus locos, sus paranoicos e hipocondriacos. Se va a donde se plazca, si… uno
planta el campamento donde quiera, come donde quiera y toma lo que necesita,
pero hay que tener cuidado, pues la misma Madre Tierra exige a sus hijos algo a
cambio proporcional a lo que se toma prestado.
Es propio de la
libertad tender puentes hacia lo natural. Fuera de esa naturaleza, del río, de
la montaña, hay que aceptar las estrictas reglas urbanas de la propia sociedad:
de la empresa, del hotel, del club… a falta de esa libertad, me he visto en la
obligación más que en la necesidad, de a menudo comer sentado en el suelo de mi
casa (lo hago frecuentemente) ya que después de la montaña, el propio hogar es
el siguiente lugar, en escala jerárquica de semejarse a un paraíso terrenal de
libertades naturales. Existen las personas que prefieren ser libres en las
llanuras y están las bestias que prefieren ser esclavos de su propia mansión.
En la ciudad,
el modo de vida actual de los humanos no es natural y los ha hecho seres
extraños: egocéntricos, exagerados en vestir y en gastar. Mujeres
extremadamente maquilladas, con joyas de tamaño desproporcionadas, que se
visten demasiado tapadas o casi desnudas, demasiado opacas o muy llamativas.
Los hombres parecen extremadamente ricos o extremadamente pobres, obsesionados
con los negocios, el dinero, las apuestas y las mujeres. A veces pienso que
cuando la humanidad llegue a su fin, seremos una bendición para la Tierra. Hoy
el ser humano ya no vale nada. No vale nada porque no sabe lo que tiene.
Nuestra época rememora la decadencia humana: todo existe, pero nadie cree en lo
que ve. Han desaparecido los vínculos naturales, porque el hombre ha perdido su
vínculo espiritual con la vida. Y toda persona, animal o cosa, nos parece
cómico. El valor de un hombre se mide por su sensibilidad con la Madre Tierra,
y hoy, es algo extinto.
La vida en el
campo, en la tierra, genera una especie de lazo con la naturaleza y la
sensación de ser libre. El sonido del bosque, todos los días mientras el sol
asoma sus primeros rayos de luz, eleva una oración silenciosa de agradecimiento
para celebrar su abandono y el olvido del hombre ante la naturaleza. Súbitamente
vuelvo a mi café ya frío, unas brasas apagadas y me recuerdo lo fugaz que es el
tiempo.
J. Antonio L. Carrera
Agosto 15, 2020