enero 25, 2021

Alba

Al ver sentado el crepúsculo, mientras unas brazas todavía calientes de la fogata de ayer calientan mi café humeante, intento escribir los colores rojizos y amarillezcos, de diferentes tonalidades que suscitan mis sentidos al ver aquel amanecer.

El sonido lejano de una cacatúa, el primer canto del cenzontle, la briza fresca con sereno de una nueva jornada, es con semejanza atinada, un génesis inmortal y efímero.  Experimento una increíble claridad en los momentos en que la naturaleza es tan bella, tan hermosa. Pierdo la conciencia de mí mismo y las imágenes vienen como en un sueño. Caigo rendido ante esta maravilla natural e intento escribir. Me detengo a pensar: ¿Cómo describiría la perfección de la naturaleza en una sola palabra? ¿Cómo sería el mundo si entendiéramos que todo somos naturaleza?

Todo lo inamovible, la montaña, los lagos, el encino… es natural y en cualquier lugar tiene la misma fuerza; la fogata quema igual en el desierto que en el polo norte. También el bosque es un equilibrio de todas las cosas, y por eso es eterno: uno sigue el rastro del sol, el caminar de las sombras, el sonido de las hojas secas rascar el suelo, la frescura del viento, el fulgor del agua... En este lugar los muertos se acomodan para servir de frutos a la tierra: y que esta, renazca.

Dicen que un viaje a la montaña, al bosque, es un recorrido hacia nosotros mismos. Que asistir a una cueva es una excavación a lo más profundo de nuestro ser. De ser así, ¿las grutas son entradas al abismo de nuestro corazón? e ahí la mayor de las inquietudes: excavar el yo mientras se sondea el cielo. El yo es un abismo que da vértigo y muchas veces penetrar demasiado espanta a cualquier viajero.

Por lo demás, ya adentrándonos en cuestiones menos filosóficas y más naturales, todas las demás cuestiones requieren ser abordadas con precaución. Abandonar la superficie sea para subir, sea para descender: siempre es una aventura y habrá que pedir permiso a la Madre Tierra para explorar sus entrañas. El descenso, sobre todo, un acto obligatorio. Uno piensa en las caídas, pero la asfixia o el vértigo es más temible.

Las excursiones no están exentas de peligro. Las caminatas a la montaña tienen a sus muertos, sus locos, sus paranoicos e hipocondriacos. Se va a donde se plazca, si… uno planta el campamento donde quiera, come donde quiera y toma lo que necesita, pero hay que tener cuidado, pues la misma Madre Tierra exige a sus hijos algo a cambio proporcional a lo que se toma prestado.

Es propio de la libertad tender puentes hacia lo natural. Fuera de esa naturaleza, del río, de la montaña, hay que aceptar las estrictas reglas urbanas de la propia sociedad: de la empresa, del hotel, del club… a falta de esa libertad, me he visto en la obligación más que en la necesidad, de a menudo comer sentado en el suelo de mi casa (lo hago frecuentemente) ya que después de la montaña, el propio hogar es el siguiente lugar, en escala jerárquica de semejarse a un paraíso terrenal de libertades naturales. Existen las personas que prefieren ser libres en las llanuras y están las bestias que prefieren ser esclavos de su propia mansión.

En la ciudad, el modo de vida actual de los humanos no es natural y los ha hecho seres extraños: egocéntricos, exagerados en vestir y en gastar. Mujeres extremadamente maquilladas, con joyas de tamaño desproporcionadas, que se visten demasiado tapadas o casi desnudas, demasiado opacas o muy llamativas. Los hombres parecen extremadamente ricos o extremadamente pobres, obsesionados con los negocios, el dinero, las apuestas y las mujeres. A veces pienso que cuando la humanidad llegue a su fin, seremos una bendición para la Tierra. Hoy el ser humano ya no vale nada. No vale nada porque no sabe lo que tiene. Nuestra época rememora la decadencia humana: todo existe, pero nadie cree en lo que ve. Han desaparecido los vínculos naturales, porque el hombre ha perdido su vínculo espiritual con la vida. Y toda persona, animal o cosa, nos parece cómico. El valor de un hombre se mide por su sensibilidad con la Madre Tierra, y hoy, es algo extinto.

La vida en el campo, en la tierra, genera una especie de lazo con la naturaleza y la sensación de ser libre. El sonido del bosque, todos los días mientras el sol asoma sus primeros rayos de luz, eleva una oración silenciosa de agradecimiento para celebrar su abandono y el olvido del hombre ante la naturaleza. Súbitamente vuelvo a mi café ya frío, unas brasas apagadas y me recuerdo lo fugaz que es el tiempo.


  

J. Antonio L. Carrera

Agosto 15, 2020

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