Lloras.
Ellos lloran
aún más. Sus lágrimas caen al suelo y hacen fértil las semillas que están por
germinar. Los presentes evitan a toda costa entristecerse; no llorarán por más
de tres días.
Ves mucha gente
entrando con flores, ramos, arreglos. Te preguntas porqué esos obsequios nunca
te llegaron en vida. Piensas: Quiénes son esos individuos que regalan flores a
los muertos, pero que están peleados con los vivos. Observas a muy buenos
amigos, antes tus hermanos. Recuerdas que hace más de algunos años, no los veías.
Percatas su mirada triste y cara cansada. Te quedaste sin hablar en vida con
ese amigo, pero él viene a cantarte y a tocar canciones al muerto que yace
enfrente. No le regalaste ni migajas de sobra para una cena, no le tuviste
tiempo para un cigarro juntos y sin embargo, lleva el día completo en tu
funeral. No le devolviste llamada, no le respondiste esa carta, no asististe a
su fiesta de cumpleaños y llegaste tarde al nacimiento de su hijo. Y lloras. Lo
único que haces es que te lamentas y te lamentas como un extinto ser. Eres una
deshonra, como todo el mundo, donde tu único honor, es la muerte. Te
arrepientes de no haber seguido el consejo de tu abuela: “Vivir con dignidad,
consiste en recorrer la vida ordinaria como si ya estuviéramos muertos.”
Tu intención en
esta vida nunca fue llamar ni ser el centro de atención. Te duele que estén levantados a media noche.
Tú, quietecito: de cuerpo presente. Ellos duermen. Se desvelan por ti,
descansan por ti. Les dices que ya descansarán el día que se vuelvan a ver, que
es necesario tomar un respiro en toda esta hecatombe de noticias. Pero no te
escuchan. Todo esto es demasiado tarde.
Las sillas
metálicas y plateadas se arrastran mientras ves entrar y salir a los
transeúntes. Los santos de cantera rosada te miran y se suman a los rezos. Una
taza de cerámica blanca aguarda un café más frío que tu cuerpo y eso, te da
consuelo. Miras el nido atrás de la ventana con sus palomas gordas, recién
comidas. Te detienes y recuerdas esos bellos placeres que ya nunca volverán.
Les gritas que
no te entierren, que no gasten para encerrarte en un lugar lujoso y ostentoso
bajo una luz fija. Lloras y lloras para que no te limiten y encierren en una
caja de roble fino tallado a mano. Extrañas esa montaña. Esa montaña en la que
de joven añoraste que fueran esparcidas tus cenizas al viento, pero que a nadie
le platicaste. Aquel hermoso sitio donde imaginabas que el cielo fuera tu techo
y las estrellas tu luz. Un lugar en el que asegurabas que tus consejos serían
susurros del viento. Y ahora estás bajo tierra, en la fría y seca humedad,
donde los gusanos no dejan nada.
Súbitamente
entiendes que morir es parte de la vida; que de hecho gracias a la muerte, tu
vida apenas comienza. Es lo que te ha dado sentido en este caminar. Viajero
eres de este mundo, pero residente de la eternidad.
Procuras evitar
el miedo a lo desconocido y miras de frente a la muerte, directo a los ojos,
sin parpadear. Concluyes que, de lo único que estás seguro, es que algún día
vendrá por todos: hoy vino por ti. Te fuiste primero. Solamente te adelantaste
un poco. Que los que se quedan tengan paciencia, pues en menos tiempo del que
piensan, alegres estarán gozando de la vida eterna.
J. Antonio L. Carrera
Marzo, 2020