En algún punto selvático dentro de la hermosa zona Huasteca,
viajamos unos amigos y su servidor por una carretera evidentemente descuidada.
Esto, sin dejar un ojo al frente y otro al suelo por los enormes baches,
agujeros y vados que se presentaban. Se pudiera decir que en este lado de la
sierra Madre Oriental, el pavimento sufre de acné. No hay ni cien metros antes
de que nuestra delicada camioneta prestada, sufra.
Durante el trayecto agradecimos siempre (aunque angosta) una
vía de doble circulación, que, al pasar de los vehículos con sentido opuesto,
el aire generado nos daba un respiro dentro de aquel infierno.
Viajábamos con miedo.
Eran tiempos de mucho riesgo. En una época en donde la inseguridad y la
corrupción se vuelven una verdadera industria, hay que andarse con cuidado. Los
verdes cañaverales nos acompañaban cual muros en un mar infinito; uno se
pudiera imaginar al contemplar el vasto llano de cañas -que cual deja vu- ya
hubo pasado por el mismo lugar hace algunos minutos. Kilómetros y kilómetros
infinitos de un mismo verde paisaje. Una isla de sombra aparecía de repente,
como un lunar en medio de ese mar, y debajo recargado en el árbol, un campesino
echado trabajando mientras ejercía su descanso: nos miraba pasar.
Los viajeros nos
fijábamos por aquella ventana, el señor se levantaba y salía corriendo para
avisar. Nunca supimos a quiénes. Simplemente como zopilote vagaba para lanzar
su llamado. Simplemente avisar la proximidad de que algo se acerca y que hay
que huir.
Minutos después, sobre esa misma carretera, en
una curva cerrada, dimos un enfrenón que nos dejó la piel chinita.
Absolutamente todos los pasajeros de la camioneta se fueron al punto opuesto de
la ventana donde miraban al extraño campesino que desapareció de la nada.
No había soldado tan más marcial. No había soldado tan más
derecho: firme, pelo corto (hasta cierto punto desalineado), uniforme
impecable. Sus brazos largos bajaban y las puntas de los dedos rozaban la tela
del pantalón camuflado. De su espalda cargaba un arma. Ese día, nadie hubiese
querido alistarse para defender a su querido país soberano. ¡Bendito pueblo
maldito! Nos impresionó ver aquel gendarme.
Solo había tres factores que lo hacían notar de sobremanera.
El primero, sus botas negras flotaban. Se encontraba veinte centímetros por
encima del suelo. El segundo, una gruesa cuerda apretaba su cuello. Tercero, un
letrero que cantaba: “aquí manda el pueblo”.
El aire gélido lo hacía mecerse y a mí estremecerme. Por un
momento se detuvo el calor, se detuvo el tiempo: me miraba. Parpadeaba. No
sabíamos qué hacer. ¿Salvarlo y así condenarnos o dejarlo morir para vivir
nosotros?
Salimos corriendo de aquella cueva de malhechores antes de
que nos pasara lo mismo que aquel buen hombre. Lo dejamos mientras nos miraba y
daba sus últimas bocanadas de aire. Murió por nuestra culpa seguramente. Un
grupo de amigos con miedo por defender la vida al dejar sin ayuda a un soldado
que intentaba matar la corrupción. ¿Y todo eso para qué? para al final,
nosotros acabar siendo parte aquella podredumbre.
Pocas veces he visto cosas desagradables. De esas que a uno
le dan ganas de vomitar. Pero no hay peor miedo que ver aquel encapuchado con
su guadaña. Negro y sediento. Sobre todo, ver aquel pueblo quitarle su trabajo
y hacerlo a su antojo. A partir de ese día, supe que llegaría sin pensarlo. Una
sombra que nos persigue. Un viento que acecha con paciencia. La muerte.
J.
Antonio L. Carrera
Mayo 28, 2018.