febrero 11, 2018

Corazón de piedra

Tomemos en cuenta una fortaleza. ¿Cuáles son los elementos esenciales de cualquier recinto de esta naturaleza? Son iguales desde hace siglos: muros resistentes y altos para aguantar cualquier ataque, quizá después una buena ubicación, capacidad para defenderse. Y no han cambiado… ¿Lo principal? Una convicción por el cual defender o morir protegiendo ese fuerte. Ese ideal proporciona el motivo y da la fuerza para defender hasta la muerte el castillo y que no sea apoderado. No tanto por la resistencia en las condiciones exteriores o meramente físicas, sino por la obstinación que se tiene dentro de luchar por vivir.

En algún inhóspito lugar, zona frecuente de plebeyos y llanos ciudadanos, caminaba un famoso hidalgo junto a un menesteroso caballero. Consecuencia de un mal de amor, el noble caballero fue motivo de burlas entre sus iguales por tal fracaso. “¿Cómo es posible que conquiste ciudades y no pueda conquistar el corazón de una doncella?”, le decían en tono burlón y sarcástico. Aquel noble con su armadura y su amargura comenzaba a desilusionarse. “¿Cómo hacer que me ame?”, se preguntaba con frecuencia.

Aquel par de individuos seguían su camino. El hombre desilusionado le platicó su fracaso. Esperando las burlas de aquel anciano, se topó con una serie de preguntas alentadoras en aquel momento de incredulidad amorosa.

–Ilustre caballero, ¿Cómo es usted tan famoso en la guerra y tan desventurado en el amor? –Comentaba serio aquel hidalgo–. ¿Qué fortuna le ha jugado tan mal presagio? Debería de alegrarse, pues no tendrá condena eterna, más bien un mal momentáneo con este trago amargo. Ya pasará la desilusión.

–Tendrá usted razón. Sin embargo, este dolor me asecha cada día más. Necesario es hacer que me extrañe, necesario es hacer que me necesite, necesario es que me ame. ¿Cómo podré ejecutar semejante estrategia?

–¿Qué tiene de semejante un castillo y un corazón, señor caballero? Porque si su estrecha inteligencia acierta tales analogías, es probable que su táctica de hacerse amar, se efectúe.

Aquel personaje montado en su caballo se quedó reflexionando. Pasando algún tiempo y al ver que no llegaba a ninguna conclusión, aquel hidalgo continuó con su ayuda.

–De parecidos tendrán muchas cosas. Lo esencial es que están hechos para que sean inexpugnables. Prácticamente difíciles de entrar. –Sentenció aquel señor.

–No me acompañe en mi pena y lo haga más real –le respondía aquel dolido ser.

–Le digo que es difícil de entrar, mas no imposible. Porque una vez que se entra en aquel castillo o corazón, lo más difícil es ahora poder salir de él.

Duros como el hierro son, pero dentro hay vida que florece y se multiplica. Existe una entrada principal, que es el lugar más visible para ingresar, pero no es el único y tampoco el más sencillo, debido a que es el más vigilado.

Cada uno de estos dos elementos tiene su pulso, sus días; su amanecer y su anochecer. Temporadas en las que la comida es abundante. Días de verano, noches de invierno. Y como usted sabe, señor de armas, las ciudadelas fortificadas no se atacan en invierno, ni se asaltan de noche, a menos de que esté loco y quiera perder la batalla. Lo mismo con el corazón de una doncella. –terminó de explicar.

–No puede comparar esas cualidades. Tendrá práctica dando consejos, gracias a su vejez, sin embargo, no venga a decirme cómo conquistar ciudades si nunca lo ha hecho. Es un verdadero engaño el que aparenta decirme, señor hidalgo. Le creía más experto en estas cuestiones. Yo jamás he conquistado un castillo sin entrar por la puerta principal.

–Pues yo lo creía con más experiencia militar, señor caballero. Quizá sus amigos no solo se burlaban de sus fracasos amorosos, sino también de sus pésimas estrategias de guerra –el caballero comenzó a sudar y por sentirse más incómodo–. La mayoría hacen lo común: porque han visto que así todos lo hacen o porque les han dicho que así hay que hacerlo. Los magnos conquistadores, y le pudiera jurar que los grandes galanes seductores, lo han sido por hacer las cosas distintas a los demás.

Supongamos que es imposible entrar para conquistar una fortaleza por la puerta principal. ¿Por dónde entraría?

–No lo había pensado nunca, señor. Así me enseñaron a pelear.

–¿Lo ve? Cambie de perspectiva… ¿Qué tiene alrededor?

–Muros de piedra. Fuertes y sólidos.

–Imagínese que cada día quita una piedra del muro de la fortaleza que va a asaltar sin que nadie se dé cuenta. Poco a poco va a ir debilitándose y desapareciendo. Usted estará ingresando sin que nadie lo note. Una vez entrando, como ya sabe, es imposible que lo saquen. Ha tomado el lugar. Y lo mismo en el amor: conquista diaria, pequeña, sencilla, silenciosa… lo mismo en el amor.

–Señor hidalgo, no lo tome personal, pero jamás había escuchado tal calamidad.

–Debería de ser mejor estratega y dejar de conquistar como lo hacen los demás. Vea los puntos débiles, analice sus necesidades, aprenda cuándo llegar, cómo retirarse, qué virtudes tiene, cuáles son sus intereses…

–¿Está hablando de castillos o de corazones?

–No importa. Que le digo que son lo mismo. Son muy semejantes. Ahora… Lo que le he dicho es lo esencial, falta lo principal. Y eso, amado caballero, es el meollo del asunto.

Cuando atacan una fortificación, es porque no tienen nada en común. Los ideales que se enfrentan son tan diferentes que chocan hasta matarse. ¿Es posible que el defender un ideal hasta la muerte, valga más que la propia vida?

–¿Usted dice que, para poder conquistar una ciudad, hay que hacerse amigos primero y así, tener cosas en común?

–Lo que digo es que, si son semejantes los ideales, no hay porqué pelear. Si las convicciones son las mismas, ¿cuál es la pelea? ¿dónde estaría la guerra?

Lo mismo en el amor, si entre dos partes los ideales son los mismos, no hay porqué atacar para entrar. Teniendo los mismos modelos, perfecta seria su armonía que sirve de norma para cualquier tipo de convivencia. No tendrá que pelear porque hay un común y eso lo convierte en su aliado.

–¿Entonces tengo que conocer cuáles son los ideales de mi amada?

–Primero tendría que conocerse más a usted mismo, para saber cuáles son los suyos y encontrar una mujer semejante.

Los muros podrán ser de piedra o mampostería, altos o bajos, estar bordeados por un río o por encima de una montaña, eso no importa. Cada castillo y corazón es tan diferente como las estrellas en el cielo. Recuerde que es la convicción lo que tiene que tener semejante para hacer suya esa fortaleza. Y hacer de un castillo o de un corazón, su amigo y compañero para pelear batallas juntos.

–Es un pensamiento razonable el que ahora me cuenta para finalizar su analogía. Comenzaré por hacerle caso.

–No le tenga miedo al corazón humano querido caballero. Grandes han sido sus desvergüenzas y tragedias las que ha ocasionado, pero más aún sus alegrías y vanaglorias. El amor es consecuencia de la lucha.


J. Antonio L. Carrera
Febrero 13, 2018.



Almas en el limbo

ANTRO. Del lat. antrum, y este del gr. ντρον ántron.
1. m. Caverna, cueva, gruta.
2. m. Local, establecimiento, vivienda, etc., de mal aspecto o mala reputación.”
(Diccionario de la Lengua Española, por la Real Academia Española.)



I
En esta noche estrellada a principios de marzo, unos amigos, damas y varones, me extraen de mis ocupaciones habituales y me llevan a un sitio lúgubre y espeluznante. El protocolo es básicamente convivir allí, quizá algunos bajo el influjo del alcohol, entre cuatro paredes y un techo que no dejan ver más allá. ¿Cómo es posible que prefieran ser apuntados bajo reflectores hasta quedarse ciegos, que observar brillar las estrellas?
Me preocupa con estos amigos la escasa convivencia que pudiera entablar. A ellos, que viven acostumbrados a la marcha nocturna, ocupados en maravillosos ritos musicales, les angustia la idea de que yo pase algunas jornadas al aire libre, acompañado del sonido de las hojas de los árboles y de los libros, sin más comunicación que el estar sumergido en una lluvia mágica.
Me dejo arrebatar con la dicha incorporación de un grupo de ninfas y centauros en aquel sitio fúnebre y tétrico. Me he deleitado filtrarme un momento en otros universos, para observar las catástrofes sociales, con el fin de volverme a reintegrar a mi mundo natural. Y así, mientras el hombre lobo ejercita sus habilidades y la caza huye vertiginosamente como asustadas por un urgente destino trágico, yo me hago de valor una vez más, y me entusiasmo en esta sobria y templada velada invernal.

II
Me encuentro frente a la fachada de aquella catedral del mal. Se puede percibir un ambiente de furor. Además de pagar una suma considerable para ingresar, antes, se debe rogar más que a nuestro Padre Dios para que un asalariado, menguado y estéril de educación y estudios, se dé cuenta de mi pequeña existencia para dejarme ingresar. No hay lugar con tan mal presagio.
Una vez sumergiéndome en aquel lugar, brota claramente en aquel paisaje melancólico, un Don Juan con su camisa que no se sabe bien si la tiene medio abierta o medio cerrada. De manera paralela, súbitamente, una ninfa agita su cabellera al viento, mientras ajusta su falda precisa. No lejos de ahí, emerge un venderosas, último símbolo de la manifestación amorosa, donde las flechas de aquel Cupido han sido usurpadas por promesas de en juego. El edificio vibra bajo aquel desproporcionado ruido de la música. La multitud salta y brinca, ríe y juega volatizando aquel bello paisaje.
No hay mejor evidencia: este es un lugar surrealista y encantado, sitio de otra dimensión, donde se reúne todo un compendio de lo imposible y lo mejor. Una mezcla suculenta entre el Jardín del Edén y el monte Olimpo, donde emergen y conviven seres divinos. La aparición de un par de amantes, es semejante al encuentro de Adán al ver a su Eva, eventualmente sin todavía cometer pecado, pero por supuesto, cerca de realizarlo.
Todo esto, como neblina, va afectando de manera indiferente entre sueño y realidad. Qué idea tan brillante, ¡ha sido fabuloso construir una cuidad a un costado del antro! Es una existencia efectiva de mágicas fuerzas de incongruencia.

III
Me encuentro sentado. De frente veo un par de ninfas y un fauno. Parece amable. Pronto caigo en la cuenta y observo que no pertenezco a este lugar ni a esta manada, sino mas bien a una especie evidentemente distinta, menos simpática y agraciada, sin interés por el paisaje. Estos individuos aquí presentes, son seres de otro mundo: hijos de la noche, herederos de la cerrazón, sucesores de una nueva especie; hechos para ir esquivando la luz y vivir en faenas obscuras.
El haz de luz neón busca las menudas ninfas frente a mí y las deslumbra. La imagen es semejante a la del cazador que encandila a su presa: el orden exquisito de luminosidad perfecta, triunfa y se derrama con tal seguridad y generosidad, que promete su inagotable destello nocturno. El exceso de luminosidad, que pareciera adornar aquel lugar, se vuelve una sombra mortal. Nadie ve; todos se vuelven ciegos.
Bajo esos reflectores, todos se convierten en verdaderos artistas y cantantes. Todos son famosos. Especialmente los que cuentan con aquel brebaje costoso que les acaban de servir, tan auténticamente adornada con lucesillas de bengala que, al beberla, es semejante al elixir de la vida eterna y el apetito sacia hasta convertirse en mesura. Y muchos cabecillas, se mezclan con la bandera del exceso, para encontrarse ante el mismísimo palacio de la sabiduría y aportar sus conocimientos.

IV
La luz multicolor persigue la pequeña vista de la ninfa a mi costado y la traspasa. Bajo esos rayos, todo se convierte en oro puro. Gradualmente su mente y conciencia se involucra con los problemas del ambiente y del entorno, los problemas sociales, mientras que pone en el olvido las contrariedades propias.
–¡Qué bonitas luces! – dice una de las damas, llamada Amanda, como si fuera un último amanecer el que estuviera admirando o un delicioso rayo de sol con el que se topara.
–No comprendo cómo puedes vivir sin que te guste esto– me dice la otra.
–Es que yo no vivo señorita– le contesto. Se me queda viendo.
–¿Pues qué haces, entonces?
–Procuro ayudar en la vida de los demás.
–Pero eso es un martirio, ¿no crees? – insinúa ingenuamente aquella deidad, un poco más sensible.
–Que no le quepa duda señorita; el involucrarse para bien en la vida de los demás es un verdadero martirio. Mártir viene a significar algo así como testigo. Yo atestiguo que usted está aquí: que existe. Que es usted ahora, prisionera de estos reflectores, viene a ser una leyenda cüasi perfecta; que el portentoso diseño de su corto y ajustado vestido, su bello bolso de piel de oso, es real, hasta el punto de saberme arrepentido por no haber traído una red y quedarme con ganas de atraparlo antes de que se escape.

V
Testigo soy. Un manifestante de la portentosa creación del universo, del mundo, y de los seres que lo habitan. ¡Misión que no es ruin ni despreciable, querida ninfa amiga! ¿Qué pasaría si no existiera alguien que dé fe y atestigüe todas las cosas? Ésta, seria inexistente.
Mire usted señorita, en este preciso momento las personas que nos rodean, en aquellas mesas bebiendo, por otro lado, los meseros que entran y salen. Se juntan y dispersan en estas cuatro paredes, bajo las luces y el ruido, pero por encima de todos: se encuentran ocupados sin más que vivir cada quien su vida.
Nadie observa ni la sombra que advierte el preciso momento en el que usted ingresa a este sitio. No son ni capaces de mirar su gentil rostro de usted; la incandescencia en torno a ellos no permite distinguir bien sus facciones entristecidas; hijos de la noche, primogénitos de una sociedad eclipsada. Señorita, como si fuera Drácula, acaba usted de poner rumbo y hundirse. Está ingresando nada más y nada menos, que en este elemento sombrío: bienvenida al inframundo.
Como si fuera poco, como restos de un apocalipsis, la niebla se envuelve sobre nosotros. Sólo tres son los objetos que, como faro, arrojan una salida: el blanco de las perlas de sus aretes, el blanco de su dentadura y el blanco de sus ojos. Esta triple mezcla de calidez, elabora el mejor ritmo aquí reunido, completamente superficial; es, sin duda alguna, lo más importante y lo más valioso que en este rincón del mundo, ahora está sucediendo.

VI
Soy un fiel tributo de la sagrada tierra en la que he brotado.
Es curioso este lugar. Mi pensamiento y comportamiento siempre ha sido inapropiado ante tales seres; individuos como los aquí presentes. Este sitio, no es un terreno que hace brotar frutos, o rojas y bellas rosas, producto del orden y hermosa manifestación de la naturaleza. Sino que, al contrario, gracias a esta conmemoración social, cortan esas flores para obsequiarlas, dejando que se marchiten en un espacio cerrado sin poder respirar. Esperan pacientes hasta ser compradas, no por el más enamorado, sino por aquel que necesita más amor. Este tipo de fiel comprador, revela lo que le gustaría que hicieran con él: que le regalen una flor.
A granel las venden y las malbaratan. Muchas veces son arrojadas al suelo y pisadas, despreciadas; por lo menos yacen donde nacieron, pero es un destino vergonzoso el que le dan a las obras de la naturaleza que al final, son las que nos han dado la vida.

VII
En las diversiones sanas, querida ninfa amiga, es normal que se sienta un vértigo al no saber a lo que se va. Hay una ingenuidad de niño por no saber lo que podrá pasar. Una de las cosas más emocionantes, es la incertidumbre de los viajes y una imaginación que lo propone todo. En contraste, en este sitio nocturno se sabe a lo que se va. Y a pesar de eso, usted sigue asistiendo y participando con frecuencia. Al límite. Consciente de que probablemente, no regrese a su verdadero hogar.
Señorita, no comprende. Mi corazón late con fuerza al recordar muchas amistades y jóvenes ilustres, para tristeza mía y de todos, que han perdido la vida concurriendo a esta catedral del mal. Hay seres de los que pocos hablan, que callaron para siempre y hoy respiran solos en su tumba fría. Pero también están los individuos de los que nadie habla, que caminan muertos y siguen viviendo todavía. Estos segundos son los que corren más peligro. Porque se les ha olvidado ser partícipes de la vida, y van sin rumbo a merced del cariño que les proporciona adentrarse a su mundo lleno de espejismos y falsa camaradería.
La mayoría de los grandes poetas griegos, muy antiguos por cierto, cuentan que los héroes pelean y mueren no más que para dar motivo a que posteriormente el poeta los escriba, el trovador los cante y el pueblo los recuerde. Aquí descansa su historia; la leyenda de estos caídos de la guerra nocturna.

VIII
Si yo también fuera un esclavo de mi propia vida, tampoco lo habría notado. He cumplido mi alta meta de ser testigo, y esta realidad, tan breve y simpática, queda para siempre liberada. ¡Todos conservamos un recuerdo eterno de su recorrido en aquellas tinieblas!
–Yo diría que usted existe, señorita Amanda, gracias a que yo doy prueba de que es real. Por otra parte, ese vino que se ha derramado en la camisa de aquel fauno, se ve excelente.
–Veo que eres un personaje atento y sarcástico, con algunas condiciones para la argumentación. Casi me arrepiento de haber sentido, hace un par de minutos, cierta pena y lástima pensando en tu vida sin antro.
–Deje su sarcasmo y las bromas a un lado señorita. Le confieso a usted que hasta hace poco no he sabido porqué huía en asistir a está magnifica cueva nacional. Desde hoy, ahora sé que lo hago para acompañarla y acostumbrarme a su desesperación.
–¿Cómo? ¿A mi desesperación?
–Efectivamente, amiga. Bueno…a la de todos los aquí aglutinados; a toda esta reunión de masas solitarias.

IX
Han llegado a nosotros participantes de ambos sexos. Todos se hablan sin respeto alguno, según el código y privilegio de la amistad contemporánea. Hablan de los partidos de hoy por la tarde que finalizaron antes de asistir a este ambiente lúdico. Se advierte que en esta vasta extensión, en este extraordinario cosmos que es el antro, la operación de empujar a todos y faltarle el respeto a las damas o meseros, adquiere una jerarquía suprema, que permite encontrar el sentido a la penosa existencia.
Entonces un fauno, lascivo pero humano, se hallaba en entre nosotros. Lleno de curiosidad y simpatía hacia mí, me hizo una magnifica propuesta:
–Deberías de hacerte socio de este club, como nosotros, y venir todos los fines.
–Gracias amigo, pero no. Yo no puedo ser socio de este club y frecuentarlo semanalmente. Semejante equivocación acarrearía en mí, una condena milenaria, por no decir eterna.
–Esta afirmación implica una grave sentencia en contra de nosotros– responde el ejemplar fauno.
–En efecto. Si de algún modo usted no viniera, no fuera socio de este club, incurriría en la misma falta que yo si asistiera. Los dos estaríamos siendo indiferentes a nuestras convicciones, nuestros dogmas, nuestras doctrinas fuertemente adheridas.
Aquel ser mitológico, no entendía.

X
Al inicio de la humanidad, cuenta una leyenda que existía una deidad llamada Dríade, una ninfa de los bosques, cuya vida duraba tanto como la del árbol a la que se sabía unida. Hoy no estamos muy lejos de aquella creación del mundo. Estos nuevos seres mitológicos, hoy están unidos a este edificio. Sus raíces bajan hasta los cimientos de esta poderosa nave. Nace, crece, se reproduce y muere dentro de esta gran caverna a la que se sabe unida.
El suelo comienza a temblar. Las colillas de cigarro, tapas, hielos en el suelo comienzan a vibrar; imitando los pequeños saltos de la masa humana. Pensando ingenuamente que pudiera ser una gran estampida, frente a mí, se avecina una humilde manada de ninfas descalzas. Saltando y bailando caminan de un lado a otro. Noto sus extremidades inferiores sucias y descubiertas. Cada una de las fabulosas deidades de las aguas, bosques y selvas, pasan frente a mí. Me atrevo a entablar una conversación con una de ellas, la ninfa de los bosques.
–Parece usted un verdadero ser mitológico señorita, salido de otro mundo.
–Noto en ti un tono sarcástico– Me dice también con burla.
–Sólo le falta la flauta transversal y algunos cascabeles en aquellos tobillos desnudos para que termine de llamar la atención. Porque lo demás, hecho está.
–Si no sabes por qué estamos descalzas, amigo, mejor ni te entrometas.
– ¿Y a qué se debe la unión íntima de sus cayos con la llana superficie artificial? –La bella dama se me quedó viendo sin entender.
– ¿Qué culpa tiene el suelo? – Me permití repetir en su idioma.
–Lo que pasa es que mis tacones ya no los aguanto. Ni yo, ni ninguna de mis amigas. Por eso bailamos descalzas.
–Y, ¿por qué no se viene en unas calzas más cómodas, en una ropa menos ajustada y con un peinado más agradable? – Le pregunté.
– ¡Cómo crees! Eso es una verdadera falta. Me gusta que me vean llegar nueva y entera. Los hombres solo recuerdan el principio, ya después no se acuerdan de nada. Y esto encaja perfectamente en mi reputación.
–No solo recuerdan el principio, también al parecer, solo se fijan en las apariencias. No debería de pensar tanto en lo que piensen de usted, señorita amiga.
Mientras yo seguía en plena conversación, aquella mujer se olvidó del diálogo entablado, recordó que tenía unos panderos en su bolso, los sacó y súbitamente siguió con su carnaval. La manada siguió su cauce, su camino. Yo el mío. El suelo descansó.

XI
No muy lejos de la mitología, también están los cuentos de hadas. Estos pequeños seres, que en ocasiones toman forma de mujer y que tienen el mágico don de adivinar el futuro, han transmitido de generación en generación un cuento que habla sobre una princesa que asistió al baile del príncipe y que al tocar las campanadas de la media noche, se convertía en una paupérrima dama. Los seres encantados, pronosticaron que seguiría pasando hasta que la raza humana se encontrara extinta. Pronosticaron que esta será una maldición que afecte a más de una mujer.
Al no poder conversar de manera natural con ningún copartícipe nocturno, por el ruido de la música y el humo del ambiente, mi cuerpo se encuentra desgastado por esta noche tan urgente. Aquel conjunto de sistemas orgánicos, que me constituyen como ser vivo, me claman a gritos que regresemos a descansar.
La luna llena se puede percibir en las ventanas como un faro. Siendo la media noche, justamente, ni un minuto más, ni un minuto menos, el hombre lobo se desgarra sus vestiduras para lanzar su aullido, anunciando que comienza su velada. En otra zona de aquel lugar tenebroso, unas damas que como princesas llegaron, se encuentran convertidas en unas menesterosas y desalineadas almas. Como si de encanto se tratara, pasando la media noche, se convierten en otros especímenes. En lugar de ejercer su poder sobre los hombres con una atracción irresistible, en este momento culmen, aquella transformación puede acarrearle un fin desgraciado a todo varón.
Mirando aquel espectáculo, se me olvida el aburrimiento. Me digo que el frecuentar este lugar, es un verdadero lujo. De mi lista de sueños a cumplir, borro inmediatamente la visita a un zoológico y me sumerjo en esta función pública.
Es precioso el género humano, capaz de ofrecer a la mirada la oportunidad de contemplar intelectualmente, de poner los sentidos, los afectos, la atención y mover los ánimos infundiendo deleite, estupor y en unas ocasiones dolor, a estos episodios tan nobles.

XII
A diferencia de un cuento de hadas, esta historia no tiene un final feliz. Al contrario, nos pone en una situación vulnerable: quedarse o huir.
Fue en vano. Mis amigos con los que había llegado, desaparecieron. ¿Mi comportamiento había disuelto este grupo tan fraterno? Llegué a la conclusión que no. La razón del abandono era otra. El antro es infalible, como engranes celestiales, ya a cierta hora, los grupos y parejas se formar con virtuosa puntualidad. Ni la amistad más perfecta, ni el clímax bastan para detener a estos dos mundos encontrarse.
El lobby por el que entré en un principio, había quedado vacío. Únicamente Amanda, con su rostro aburrido, se encontraba a mi costado.
– ¡Estimada Ninfa amiga! Lo que hace usted ahora es lo más excelso de todo. Se queda conmigo, prefiere mi compañía, en vez de ir a perderse por allá. Es decir, evita que su alma se adentre más a este lugar tenebroso y la pierda, y en cambio, opta usted por seguir con esta conversación a mi lado.
–Sí, ¿sabes qué? Por la tarde, al bajar un escalón después de terminar de ver el partido de soccer mis amigos y yo, me doblé e hice daño en mi tobillo izquierdo y no puedo andar por el antro.
– ¡Ah, venga! ¿No me diga usted?


J. Antonio L. Carrera
Febrero 12, 2018.



Golpe de sol

La gran bola de fuego llegaba a su punto más alto. El calor se asemejaba al mismísimo infierno. Se podía observar un embotellamiento en cualquier lugar de la cuidad. El tráfico abundaba en aquella hora pico.

Me encontraba en la fila de autos para intentar llegar a mi casa después de trabajar. Una larga y lenta procesión de vehículos avanzaba. Por detrás, me llega el golpe de un conductor distraído. Por el espejo retrovisor miro severamente a la mujer que me ha impactado. Bajo del coche acalorado y un tanto enojado, al ver aquella bella dama todo se me olvida. Inmediatamente le pido una disculpa como si la culpa hubiera sido mía. ¡Ah! Qué mujer tan más sonriente, tan más hermosa, aquella mujer: era mi esposa.


J. Antonio L. Carrera
Febrero 11, 2015.



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