diciembre 12, 2015

De miembros y cosas: torcidas

Las especies evolucionan, se hacen más fuertes: mejoran. Se van adaptando al hábitat, tiempo, época en el que viven. Quizá la mayoría de las especies evolucionan o cambian, a través de un proceso largo y paciente. Se acomodan, se ajustan y van desarrollando habilidades para sobrevivir o para ser mejores; quedando el más fuerte o inteligente: el que mejor se adapte a los cambios. En principio. 
Mas no el ser humano. El ser humano: involuciona; va muriendo lentamente. Una braza que se va enfriando. Y cada generación va decayendo más y más. Hasta apagarse. Se hacen viejos, no mueren ni se extinguen. Habitan sin saber que existen, que están viviendo. En los nuevos nacimientos actuales contemporáneos, los infantes nacen viendo con los ojos separados como tú y como yo. Con paso del tiempo y sus nuevos juguetes, cada año se van haciendo con las pupilas un centímetro más juntas, hasta quedarse estrábicos. Su nivel de atención a objetos deslumbrantes y artificiales los atrae más. Generaciones totalmente virtuales y tan sensoriales, que ya no creen en lo que no ven. No existe para ellos lo que no pueden observar con los ojos. El estado aislado lo prefieren más que el exterior en convivencia. Confunden el ruido con el sonido. La libertad con los excesos. La responsabilidad con las ataduras. El amor con el sexo. El bien con el mal y el mal con el bien. La soledad con el rechazo. La Moral con un árbol que da moras. Confunden a Dios con ellos mismos.
Épocas en donde el ser humano ha perdido su capacidad de responder ante la vida y lo único que grita es libertad y sus derechos. Siguiendo las órdenes de los otros, perdiendo su inteligencia y voluntad. Hombres bizcos en su mirada y torcidos en su corazón. Olvidando su conciencia. Estamos encaminados al fracaso y a vivir en un estado de limbo y sin sentir. Es un caos. Estamos perdidos.

J. Antonio L. Carrera
Diciembre 14, 2015.



Elección en el cuartel

Regreso cansado después de aquella larga batalla. Yo, coronel de cinco estrellas, ¡cómo se me puede ir la vida!
Abro la puerta y entro. Mientras recorro los pasillos de aquel lugar frío y lúgubre, se ven: formados y en dos hileras. Camino. Volteo a un lado, al otro. Me esperaban: firmes, bien parados, bien alineados. Unos más chaparros que otros. Algunos tan flacos que no pueden mantenerse por sí mismos, pero sus compañeros, los detienen. Nunca falta el típico gordo, perdido allá atrás o al fondo, escondido. A más de uno se le puede ver lo viejo. Pero en firmes. Mientras camino sobre la fila, voy mirando a cada uno. Ellos, me ven como si me quisieran decir algo. Puedo leer en ellos sus nombres. Parpadeo. Los voy rozando con las yemas de mis dedos. Hasta que salta uno a relucir, el corazón palpita con más fuerza y la respiración se vuelve más rápida y entrecortada. Me paro frente a él. Le observo de arriba abajo. Una especie de miedo y misterio aparecen en mí. ¿Alguna vez has sentido ese hormigueo que va recorriendo tu columna vertebral? Pues con ese escalofrío, tomando valor: suspiro. Sólo puedo decir algo, que yo no lo tomé. Él, me escogió a mí.
Nadie recuerda el día en que empezó a leer. Jamás recordamos las primeras letras que desciframos en aquel texto primero. Lo que nunca olvidamos, es aquel libro que nos escogió por primera vez. Uno piensa que son sólo letras y cosas de esas. Cimiento en alguna pata mal hecha, de una mesa. Pero ahí estaba yo, en aquella biblioteca sucia y fúnebre, recorriendo cada pasadizo hasta encontrarnos. Lo recuerdo bien. Era de una pasta gruesa y negra, de letras doradas. Ahí, comencé a leer. Cuando uno entiende la importancia de su contenido, lo toma como amigo, para regresar a esa guerra sin fin.

J. Antonio L. Carrera
Diciembre 13, 2015.



La sentencia


Después de tomar el último trago de tu cuarta taza de café, sólo hay un trago más amargo: dictar una pena de muerte.
Lo sabes, te quedan pocas horas y no has comunicado nada. La experiencia de escribir nunca es grata cuando se te obliga. El amanecer te apresura. Caminas de un lado, a otro. El olor a cigarro te ataranta. Reflexionas: cómo una manzana puede valer una vida; condena injusta por solo saciar su hambre. Sudando, piensas que no le puedes quitar la vida al ser que te la dio. Sufres por llegarlo a pensar. Tocan a la puerta y escribes.
 Mientras se llevan la hoja, lloras. Y tú, preparas tu muerte.


J. Antonio L. Carrera
Diciembre 13, 2015.




Cuando me alcance la suerte

Las calles adoquinadas hechas de cantera dura y rosada me guiaban remotamente a mi humilde hogar. La ciudad vieja y apestosa, en sus calles desordenadas, sus candiles rotos o fundidos, se volvían sendas peatonales que hacían admirar la antigüedad propia de la belleza de aquel sitio.

Mientras pasaba frente a una tiendita, un señor extraño más apestoso que la misma cuidad, con un bastón negro –de esos simpáticos donde uno piensa que guarda un sable mortal– me gruñó diciendo: “Ven, acércate”. Voltee a mí alrededor por si le estaba hablando a otro chaval. “Dime tu número favorito” –me gritó con cierta alegría. “Haber si tú me das la suerte que necesito, pequeño jovenzuelo”. Se lo di. Después me preguntó el día en qué nací. Y así empezó a escribir una enumeración sin sentido, pero que para él, eran cifras que lo harían rico y poderoso. Llenaba un billete amarillo completo de dígitos que iba raspando. Al terminar, aquel añejo señor se persignó y lo entregó al mostrador cuchicheando una oración. “¡Tú eres mi amuleto de la suerte! ¡Me vas a hacer pudiente y acaudalado!” –me decía. Miré aquel billete rayado y le pregunté: “¿Para qué quiere ganar la lotería, señor?”. Solo vi que se ruborizó y con rabia me dijo: “Pequeño infante, se ve que no sabes nada de la vida, siéntate a mi costado. Te lo diré.”

Me senté intimidado, mientras me seguía diciendo: “Cuando gane el premio mayor, lo primero que voy a hacer es ayudar a los menos favorecidos, los haré ricos al igual que yo”. Es raro –decía para mis adentros– yo pensaba que, a los enfermos, desnudos y hambrientos, se les acompañaba y escuchaba. No hace falta que tengas mucho para dar lo que te sobra. Se nos olvida que el más necesitado no es el que menos tiene, sino al que menos se le escucha.

“En segundo lugar” –seguía diciendo. “Seré el hombre más importante y poderoso de todos. Me conocerán por las vestimentas que porte y las joyas que me rodeen. Aquel que me conozca, jamás me olvidará y jamás olvidará mi nombre”. Me quedé pensando, ¿no hay pobres y humildes que se siguen recordando hasta el día de hoy? El valor de una persona va en función de su trato y servicio para con los demás. Y aquello que portamos, no tienen que ser trapos finos, o rocas brillantes las que nos rodeen, tendrán que ser amigos y gente de confianza. Eso no lo compra el dinero, ni lo consigue el más poderoso de los hombres con solo desearlo.

“Y en tercero, pequeño jovenzuelo” –terminaba el. “¡Para ganar algo en la vida, algo grande y que pocos lo hayan conseguido!”. ¿De qué sirve ganar millones, si no estás contento con lo poco que tienes? Para poder valorar la vida y el dinero y todo, es necesario ser feliz con lo que llegamos a este mundo. Uno se va haciendo de cosas, que luego son cadenas que no nos dejan ir. Yo llegue desnudo, llorando, pero feliz. Por lo menos eso me cuenta mi madre, que, al estarme alumbrando en pleno parto, el dolor y el sufrimiento se le olvidó al verme: estamos hechos para dar felicidad y hacer olvidar el dolor desde que nacemos.

Acabando de hablar aquel señor, lo miré a los ojos, vi una mirada más antigua que su vejez, de esos hombres que siempre han sido viejos. Cansado de escucharlo, lo interrumpí y le pregunté: Señor, ¿y no se pueden hacer todos esos sueños, sin ganarse todo ese dinero, de una buena vez?


J. Antonio L. Carrera
Junio 6, 2015.

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