Los villanos me lo han dicho
claramente: “Sin poderes, ni te enfrentes”.
Nos orillaron a pensar aquellos malvados, que, si no contamos con muchos
poderes o simplemente con alguno solo, estamos perdidos; no tenemos nada que
hacer en contra de ellos. Que si no llegamos al lugar de los hechos volando con
capa, espada y escudo, no vamos a poder vencerlos, estamos acabados. Dicen que
no podemos acabar con el mal, si no tenemos esa fuerza sobrehumana que nos va a
hacer acabar con el enemigo. Que si no contamos con un poder que nos distinga
de otros, la ciudadanía no me va a aplaudir y tampoco voy a ganar importantes
batallas.
Si por el contrario, una persona
llega volando en piyama, con una prenda interior por fuera de los pantalones o
un guerrero baja de su nave vestido con capa y escudo, lo van a identificar
como el más grande de los superhéroes sobre la faz de la tierra. Acabando
fácilmente con el enemigo utilizando su rayo láser, su telaraña o artefactos de
los más modernos y sofisticados nunca antes vistos, nunca existidos. Si no
cuento con alguno de esos requisitos, no soy nada y no soy nadie: una persona
común, corriente, como toda la gente. Sin la capacidad de vencer al mal.
Logrando así, una desproporcionada diferencia entre el superhéroe y los humanos.
Pues tengo un problema. Porque he
conocido a un héroe buenísimo, sí. Y me encantaría contarlo. Espero no
defraudarlos en exceso. A primera vista, se podría pensar que la vida de este
increíble ser, no da para una historieta o para una película. Porque: no vuela,
no es el capitán de un grupo de superhéroes, no es inmortal, no usa algún
uniforme que lo identifique, no es de acero, no es el fundador de una nueva
raza suprema, no ha derrotado a monstruos, zombis o animales feroces; ni
siquiera cuenta con poder alguno. Y sin embargo, estoy convencido de que la
vida de este hombre, merece ser conocida. Porque este ser, es nada más y nada
menos: que una buena persona.
Lo conocí el primer día de clase.
Entró al aula donde recibiríamos la misma asignatura de humanidades juntos.
Mirándolo sin ganas, se sentó a un lado de mí. Aquel compañero desconocido me
cayó muy bien, porque participaba en la clase, era provocador, era irónico, era
intuitivo, era respetuoso... Se atrevió a decirle al profesor, que a través del
olvido de sí mismo, encontraríamos la verdadera felicidad.
Al terminar la clase, hablé con este
compañero durante un minuto, y me dijo: “Si te puedo ayudar en algo, pídemelo”.
Yo pensé para mis adentros: “Que amable”. Nos volveremos a ver –le dije. Los
dos nos fuimos caminando por el mismo pasillo pero en direcciones opuestas.
Giré mi cabeza para observarlo por última vez.
Al cabo de dos días –que volvía a
llevar esa misma asignatura con él–, caminaba yo serenamente por la universidad
para entrar a clase. Me topo con un letrero. Leo detenidamente las fúnebres
palabras que entristecieron mi rostro en segundos, y un balde de agua helada se
dejó caer sobre mi cuerpo al ver aquella foto que lo confirmaba todo: aquel compañero,
se había muerto. Sufrió un accidente automovilístico la noche anterior y las
autoridades ya habían reconocido el cuerpo. La universidad haría un homenaje en
memoria de aquel alumno fallecido. Salió de un partido de soccer la noche
anterior con sus amigos, y se murió; con 22 años.
Y yo, sin darme cuenta, empecé a
meterme en un problema. Porque pude haberme olvidado de aquel compañero para
siempre. Pero me picó la curiosidad. Supe que al funeral de aquel compañero,
asistieron muchísimas personas, entre ellas: jóvenes, adultos, ancianos,
pobres, empresarios, profesores. Más de una vez, advirtió a sus amigos que iba
a morir joven. Junto a él, murió un amigo suyo que mensualmente visitaban
orfanatos y asilos para ancianos. Era el capitán del equipo de soccer de la
universidad. Llenaba de caballerosidad a toda mujer que se topaba por los
pasillos de la universidad y en los pasillos de la vida: la calle. Trataba a
cada uno de sus compañeros y amigos con un toque especial. Cada sábado visitaba
hospitales para ser el oído de personas afligidas. Era de esas personas que se
estacionaba para reparar la llanta ponchada de una señora en aprietos. Regalaba
golosinas a los niños en las esquinas. Se había metido tanto en las almas de
cada uno, que al momento de morir, una parte de los que lo conocían murieron
con él.
Y yo dije: he aquí un titán. El héroe
desconocido. Este tipo de personas son los que necesitan estos tiempos que
corren. El verdadero héroe al que tú tienes que admirar, por los logros que ha
tenido. Obstinados con hacer lo dignamente justo. Con una voluntad de acero y
no con escudos o prendas que se dicen serlo. ¿Por qué los homenajes suceden
hasta que las personas fallecen? –me pregunté.
Investigar sobre un héroe desconocido
es arriesgado, porque primero empiezas por uno, luego te das cuenta que existen
muchos más como él. Después, quieres saber cómo comenzaron. Y al final, te
terminas preguntando: ¿Qué pinto yo en todo esto? El problema es que luego
quieres contarlo, porque lo que descubres es muy fuerte. Te has metido en un
problema. A mí ya me lo decía un amigo: Yo no sé amigo mío, qué ganas tienes de
meterte en líos.